Cuentas públicas y ciudadanía

A propósito de la presentación de los Presupuestos

Con el Estado del bienestar de fondo, no parecería sensato tener que convocar elecciones por falta de apoyo al proyecto

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Josep Maria Bricall

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La gravedad de ciertas situaciones va acompañada a veces de dudas razonables sobre la sensatez de los políticos que tienen a su cargo dirigirlas. Así aumenta la incertidumbre y se contribuye a oscurecer cualquier previsión de futuro. Por esto –dada la interdependencia de conductas que ha estimulado la fase actual de globalización– hay  que agradecer la carta que a mediados de diciembre pasado 44 senadores norteamericanos de ambos partidos, que finalizaban su mandato, enviaron a la opinión pública, alertando sobre las circunstancias especiales por las que atraviesa su país, que no dudan en calificar de peligrosas por el desafío que suponen respecto al derecho, las instituciones constitucionales y la seguridad nacional. 

Con demasiada frecuencia, el interés general ocupa un lugar más bien alejado en la toma de decisiones políticas. Por eso suele ser raro que se alcancen acuerdos generales sobre asuntos importantes para la vida cotidiana de los ciudadanos. No atribuyo esta desagradable constatación a una innata característica de la humanidad, sino que la considero una consecuencia de las circunstancias que se han prodigado desde los años 80, priorizando la primacía del interés individual y la visión a corto plazo como criterios ineludibles para asegurar la convivencia social.

Consolidación del Estado del bienestar

Pero en la posguerra europea el socialismo democrático logró el razonable y valioso objetivo de conseguir la cobertura de las necesidades fundamentales de los ciudadanos, poniendo a su disposición los servicios de salud y educación, a los que se accedía gracias al esfuerzo que había aportado la propia clase obrera. Los propósitos formulados por otros grupos de la izquierda, de forma más radical y ruidosa, no pudieron superar la etapa verbal en la difusión de los eslóganes. Nada ha sido más beneficioso a los ciudadanos que el establecimiento de las instituciones de lo que se ha llamado el Estado del bienestar. Esta opción, permitió a los ciudadanos vivir mejor y ver atendidas sus necesidades básicas, confiando en el futuro, sin espasmos ni inseguridad. La consolidación del Estado del bienestar fue posible gracias a la aceptación más o menos entusiasta de los partidos representantes de los grupos sociales que veían cercenadas sus rentas por vía impositiva.

Dejar para el futuro lo que puede empezar ya es una insensatez que deberían rechazar nuestros políticos si les queda un resquicio de responsabilidad

En cien años, España ha visto una sucesión de experiencias que no han dejado huellas aprovechables para el conjunto de la sociedad. Desde dictaduras militares a experiencias revolucionarias –con una agotadora duración de las primeras– se ha intentado aplicar soluciones radicales que no han conseguido más que prolongar los problemas. Nada ha podido ser agregado como saldo positivo al activo de nuestra sociedad y de su patrimonio histórico. En particular, cuando los países vecinos aplicaban una política que garantizaría el Estado del bienestar, aquí –al margen de la tendencia que seguía Europa– desperdiciamos el tiempo en entelequias sin fundamento que ha habido que desmontar, no sin reticencias, para que la vida social se desarrollara sin cortapisas y en régimen de libertad.

Así, para introducir las instituciones del Estado del bienestar hubo que esperar la extinción de la última dictadura del siglo XX. Se produjo en el periodo que ahora parece que es de moda poner en cuestión, reiterando la práctica hispánica de arrojar por el balcón lo que ha no ha sido fácil alcanzar. Ahí se puso la base del bienestar actual, que ha resistido los ataques de la aventura neoliberal que en España aplicaron gobiernos de derecha y los intereses por ellos protegidos, cuando las prescripciones de esta política no han acertado a dominar la lógica de los salarios reales y de la productividad.

No andamos sobrados de actuaciones políticas decididas. Por esto me parece digno de consideración que el presidente del Gobierno haya resuelto presentar los Presupuestos Generales del Estado en el Congreso de los Diputados este enero. Es concebible que, de no conseguirse la mayoría en torno a la ley de Presupuestos, podría disolverse el Parlamento y convocar las urnas. No me parece demasiado sensato permitirlo. Por esto, sugiero un par de comentarios.

En primer lugar, estos Presupuestos se corresponden a un intento de enlazar con la tendencia de la política económica española anterior a la crisis del 2008. Unas nuevas elecciones podrían ensombrecer o retrasar lamentablemente este intento.

Y en segundo, como las cosas son como son y son escasas las probabilidades de alterarlas desde un país como España –y mucho menos desde Catalunya–, alejarse de la corriente de la historia tiene un coste duro que la Península ha pagado varias veces en el pasado en un alarde excesivo de perseverancia. Dejar para el futuro lo que puede comenzar ya es una insensatez que deberían rechazar nuestros políticos si les queda algún resquicio de sentido de la responsabilidad.