El fenómeno migratorio

Una humanidad que camina

Sería bueno acoger con respeto a los inmigrantes, porque todos somos hijos de una misma especie y transeúntes de un sendero que se dirige a ciegas hacia la eternidad

Inmigrantes centroamericanos en un centro de retención estadounidense.

Inmigrantes centroamericanos en un centro de retención estadounidense. / periodico

Àngel Miret Serra

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Todos disertamos y opinamos sobre los inmigrantes y refugiados a la vez que, de una manera u otra, los juzgamos y clasificamos: en las sesudas tertulias radiofónicas; desayunando en el bar; con la familia en las largas sobremesas del domingo; también, con alguna cautela, en el trabajo; y maldiciendo en voz alta ante tantas imágenes crueles que nos provocan un desengaño sobre nuestra condición de seres humanos. Y la mayoría tenemos, además, un determinado enfoque y algunos argumentos (la mayoría de ellos ya muy gastados) a favor, en contra y en medio: la humanidad, la necesidad de mano de obra, la desconfianza, la delincuencia, la diversidad cultural, las costumbres, etcétera.

De todos modos esta perspectiva casi nunca es la única sino que se complementa con otras. Es aquello tan cínico de: "Yo no soy racista pero..." O: "Es que aquí no cabemos todos", en concordancia con otros como: "Tengo amigos homosexuales, pero..."; "Estoy en contra de la pena de muerte, pero..." y, claro, "contra el comercio de armas, pero es que el banco me tiene atrapado".

Antes, nuestros ancestros ya se fueron de África

Y yo, igual que cualquier otro. Pero cada día lo veo un poco más claro. Finalmente estamos, como siempre, inmersos en la historia de una humanidad que podría ser la de millones de personas caminando. Y una lucha permanente para que los que más tienen (riqueza, poder, territorio, cultura, inteligencia...) dejen un poquito de espacio y de luz a los demás. Nada nuevo. Ahora son los refugiados y emigrantes de África, de Latinoamérica, de Siria o de Afganistán. Antes eran los chinos que emigraban a Estados Unidos, los occitanos y murcianos a Catalunya, los españoles a Suiza, los irlandeses a Estados Unidos, los turcos a Grecia y los griegos hacia Turquía. Y tantos otros.

Y mucho antes nuestros ancestros que, por motivos no muy diferentes de los que actualmente provocan las migraciones, se fueron de África para expandirse hacia Oriente Medio primero y posteriormente hacia Asia, Europa y América. Pero en esta mezcla de paisajes y culturas hay un elemento común: con la excepción de aquellos que fueron forzados a emigrar (esclavos y siervos temporeros), los que se fueron siempre fueron los más pobres y, entre ellos, los más bravos o los que veían amenazada su supervivencia.

Nadie es desde siempre dueño de un territorio

Ante tanta controversia sería conveniente que todos tuviéramos acceso a las pruebas de ADN que nos permitieran conocer nuestros orígenes. Creo que nos llevaríamos sorpresas y que podríamos comprobar entonces que somos una muestra viva, un paso más, de esta breve historia de la humanidad y que, por lo tanto, nadie es desde siempre dueño de un territorio, de sus lenguas, sus costumbres y sus derechos.

Cualquiera de los que leéis este artículo debéis saber que solo 12 generaciones anteriores, hacia el año 1.780, teníais 4.096 ascendentes. De procedencias geográficas diversas con mucha probabilidad. Todos ellos han dejado alguna huella biológica en vosotros. ¿Cómo eran? Con toda seguridad habría de todo: altos y bajos, rubios y morenos, perspicaces y bobos, hábiles y torpes, justos y sinvergüenzas. Por lo tanto: ¿Quiénes sois? Un poco de todos ellos y, en definitiva, de nadie más que de vosotros mismos.

Estaría bien, pues, y sería más útil no levantar la voz ni dramatizar tanto cuando hablamos del tema y acoger con respeto a estas personas que viajan sin otro motivo que el que impulsó a nuestros antepasados a hacerlo, porque al fin y al cabo todos somos hijos de una misma especie y transeúntes de un sendero que se dirige a ciegas hacia la eternidad.