Ímpetu migratorio y mercado de trabajo

La inmigración y sus retos

La llegada de extranjeros debería ir vinculada al mercado de trabajo y a una política migratoria activa

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Josep Oliver Alonso

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Las últimas semanas han sido pródigas en terribles imágenes de migrantes en frágiles botes intentando alcanzar España, y de los esfuerzos de autoridades y oenegés para dar auxilio a un creciente número de desesperados que huyen de la pobreza, la represión o la violencia más descarnada. Sumando los contingentes arribados a nuestras costas, en el 2018 ascendieron a más de 70.000. Y, con este y otros medios de llegada, la estadística de migraciones del INE cifra en más de 160.000 el saldo entradas-salidas del exterior de ese año. Tras el súbito colapso del 2009 y las pérdidas netas de población nativa e inmigrante del 2010 al 2014 (un saldo negativo anual de -115.000), es un salto espectacular que parece anticipar el inicio de una segunda ola migratoria. Ha sido este drástico cambio el que se encuentra tras las nuevas previsiones demográficas del INE que, para la próxima década, anticipan un saldo anual de unos 250.000 inmigrantes netos (unas entradas de 650.000 y unas salidas de 400.000).

Inmigración y colapso demográfico

No seré yo el que se sorprenda de ese nuevo ímpetu migratorio. Hace ya más de una década, en el 2006,  publiqué un volumen ('España 2020: un mestizaje ineludible') que anticipaba parte del proceso que vivimos en la etapa expansiva anterior y el que podía esperarse incluso tras una crisis de cierta severidad. Y, de hecho, el mestizaje está ahí para quien quiera verlo: según datos de la encuesta de población activa del INE, el 14% de la población de 16 y más años no había nacido en España; y si lo circunscribimos a los ocupados, esa cifra se sitúa muy cerca del 17%. Y en Catalunya, más necesitada de mano de obra foránea, esos pesos eran del 18% y del 20%, respectivamente. Además, si tomáramos la generación más proclive a la emigración (de 20 a 40 años), las proporciones que se alcanzarían serían, en ámbitos como el catalán, el valenciano, las islas Baleares, Canarias o la Comunidad de Madrid, ciertamente sorprendentes: en Catalunya, por ejemplo, para la cohorte de 30 a 40 años, alrededor del 28% de sus efectivos no han nacido en España.

Integrar el flujo migratorio implica gasto público en educación, vivienda, sanidad y servicios sociales

Dado el colapso demográfico de los menores de 45 años los próximos años, ciertamente la inmigración ha de ser uno de los factores con el que afrontarlo. Para España, el grupo de 30 a 44 años que, en el 2018 ascendía a 10,4 millones, perdería más del 19% del colectivo (por encima de dos millones) entre este año y el 2031; en Catalunya, las proyecciones del INE son algo mejores, y la reducción sería superior al 11% (unos 200.000 menos de los 1,7 millones del 2018). Unas pérdidas que son contenidas, al incluir la llegada de casi tres millones de inmigrantes netos en el periodo del 2018 al 2031: de no producirse estas llegadas, las caídas de población en edad de trabajar serían sensiblemente más elevadas.

El mercado de trabajo catalán y el español están ya presentando problemas de oferta en algunos sectores y calificaciones, que no harán más que acentuarse en el futuro por el crecimiento del empleo y el cambio demográfico. Y de buen seguro que ese nuevo ímpetu inmigratorio tiene que ver con el dinamismo de nuestra ocupación. Ahora parece que hemos iniciado un proceso similar al de los años 2000. Entonces, la política inmigratoria fue básicamente pasiva. Hoy habría que evaluar lo que ello implica e incorporar algunas matizaciones.

Primero, una corriente inmigratoria como la que prevé el INE debería tener vinculación muy directa con el mercado de trabajo: el asilo y la inmigración económica son conceptos muy distintos. Segundo, ese flujo de inmigración debe traducirse en efectivos en edad de trabajar, con calificaciones específicas y que se adapten a las necesidades de la oferta de empleo de las empresas. Es decir, el saldo migratorio puede aumentar, pero ello no implica que vaya a cubrir los desajustes provocados por la ausencia de trabajadores con la formación precisa para atender los empleos que se creen. Finalmente, nuestras sociedades tienen un límite en su capacidad de integración. Si esta se quiere real y efectiva, implica gasto público en educación, vivienda, sanidad y servicios sociales. Lo contrario es pan para hoy y graves problemas sociales para mañana.

Bienvenida sea la migración: un país que no tuvo y no tiene los hijos suficientes decidió, quizá sin saberlo, que tendría inmigrantes. Pero no vayamos a caer, de nuevo, en la no-política inmigratoria. Porque los retos que plantea una inmigración adecuada a las necesidades del país y a su imprescindible integración son, simplemente, formidables.