AL CONTRATAQUE

Dejar de insultar

¿No podríamos intentar decir exactamente lo mismo que decimos pero sin utilizar insultos?

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TWITTER / Kacper Pempel

MILENA BUSQUETS

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En mi casa no se insultaba, tampoco se utilizaban palabras gruesas. Uno tenía derecho a decir todas las brutalidades que deseara (y sabe Dios que se decían, éramos una pandilla de salvajes muy bien educados) pero utilizando un lenguaje apropiado y correcto, sin levantar la voz.

Escuché en multitud de ocasiones a mi abuela y a mi niñera amenazando a mi hermano con lavarle la boca con jabón por haber proferido alguna palabrota sin importancia; yo deseaba ardientemente que lo hicieran, claro, me imaginaba su boca llena de espuma, como la bañera en la que nos sumergían cada tarde antes de la cena; pero nunca ocurrió. Creo que era así en todos los hogares.

El biquini de Pedroche

Me parece lógico que los niños, al descubrir las infinitas posibilidades del lenguaje, jueguen con él como lo harían con plastilina. Me troncho cada vez que mi delicada ahijada, Nina, de cinco años, con tirabuzones color miel y rostro de gata, suelta una palabrota. La última vez sucedió al ver el biquini de fin de año de Cristina Pedroche. Estaba sentada a mi lado, muy modosita, con las piernas colgando y el platito de uvas peladas en el regazo, cuando la guapa presentadora se deshizo de la capa. Fue lo más divertido de la noche aunque creo que a sus padres no les hizo mucha gracia y después mis propios hijos me riñeron por festejar un lenguaje tan vulgar en una niña tan pequeña.  

Mi madre solo toleraba las palabrotas en algunas mujeres que según ella las utilizaban como instrumento de rebeldía y de afirmación. Supongo que le causaría cierta sorpresa ver que, cuarenta años después, algunas se siguen sintiendo más realizadas por utilizar palabras como “coño”, “polla”, etc. También algunos hombres utilizaban y utilizan esos vocablos (y “cojones”, “huevos”, “maricón”, etcétera) para reafirmar su virilidad y dar más vigor a sus discursos.

El mundo, como las personas, tarda en cambiar, pero de repente, un día, da un vuelco y ya es otro. Súbitamente para la mayoría de la gente es aceptable insultar, todo el mundo insulta, en todas partes, en el parlamento, desde los periódicos, en las  redes sociales. Solo la calle parece estar un poco a salvo de esta tendencia tan molesta. Nuestra hiperconectada casa se puede convertir en cualquier momento, con solo encender el ordenador, en un bar de furiosos. La calle se ha convertido para algunos de nosotros (los que no miramos el móvil mientras paseamos) en un nuevo hogar (tal vez siempre lo fue), allí sigue resultando chocante oír a dos personas insultándose y la tendencia natural es siempre a poner paz y a calmar los ánimos.

¿No podríamos intentar decir exactamente lo mismo que decimos pero sin utilizar insultos?

Tal vez ese sería un buen propósito de año nuevo: dejar de insultar.