Enmascarar la realidad

La manía de la felicidad

Es más fácil convenir qué es lo que nos hace infelices que felices

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Miquel Seguró

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Vivimos en una permanente exigencia de felicidad. Se considera lo obvio, lo normativo, lo que debe ser, un imperativo a veces cercano a la “manía”, que el Diccionario de Psicología de F. Dorsch caracteriza como "una euforia y autovaloración exageradas con una marcada impulsividad y aceleración". 

Lo óptimo se ha convertido en lo ordinario. Hay que sentirse colmado y rebosante de felicidad, y además transmitirlo. Lo contrario genera paternalismo o condescendencia. “Venga, anímate”, “mírale el lado positivo”, “sonríe”. Eso en el mejor de los casos, porque también puede comportar una distancia o silencio culpabilizador. “Siempre está igual. Parece que no quiera salir de ahí”.

Necesidad de esconder la realidad

Según los datos el consumo de psicofármacos en España no para de aumentar desde 1992. ¿Causas? Dejando aparte las duras y perturbadoras afecciones anímicas que existen, que sin duda deben ser tratadas clínicamente por especialistas, el malestar cotidiano quizá tenga que ver con la velocidad del día a día, inabarcable y agotadora; o la incerteza e inestabilidad laborales; o la volatilidad de las relaciones personales; o quién sabe... ¿Y en vacaciones? Algunos estudios indican que aproximadamente el 28% de los divorcios se producen después de las vacaciones, a lo que hay que sumar que ya no solamente existe el estrés posvacacional, pues se habla del estrés vacacional, del agobio que produce dejar la rutina del día a día para entregarse al supuesto placer del 'dolce far niente'. Por no hablar de las fiestas navideñas, todo un catalizador de experiencias familiares de todo tipo.

Dando por supuesto que exista “la” felicidad, que se trate de algo definible, alcanzable y, por supuesto, compartible, sorprende que en este universo de posverdades disponibles y de asumido bufet libre de experiencias y virtualidades de todo tipo aún vivamos en la necesidad de esconder la realidad de la incomodidad y la desdicha

Decía el filósofo alemán G. W. Leibniz que "vivimos en el mejor de los mundos posibles", una afirmación en ocasiones malentendida y ridiculizada. Sí, demasiadas cosas son manifiestamente mejorables, y como tenemos interiorizado eso de que “si quieres, puedes”, si no puedes, es porque en el fondo no quieres. Y claro, ese supuesto poder de regía, como si nuestra vida fuese un 'Show de Truman', cuyo director somos nosotros mismos, genera una falsa sensación de control que enmascara parte de la realidad.

Una tarea siempre en tránsito

Tampoco hay que irse al otro extremo y asumir que si todo puede ir mal, acabará peor. Se puede gozar de la vida y aspirar a mejorar la situación cuando esta es adversa. Pero de ahí a vivirlo todo con alegría, va un trecho. Hay sucesos que son claramente indeseables, que no ayudan en nada, que no ofrecen ninguna oportunidad y que más vale pasarlos con el menor daño y la mayor celeridad posibles. Eso también es real.

Por eso es más fácil convenir qué es lo que nos hace infelices que felices. Judith Shklar escribe en su 'Liberalismo del miedo' que la política debe priorizar la lucha contra lo malo. Y es en este punto donde hay que preguntarse si el peso de la exigencia de tener que ser felices, 'sine qua non', no forma parte de ese catálogo de males que nos asolan. Parece paradójico: todos queremos ser felices, nos es constitutivo, pero al convertirlo en imperativo abonamos el campo de la frustración, que es lo que más tememos.

El deber de desterrar la posibilidad del tedio, del aburrimiento o de la infelicidad funciona a modo de profecía auto-cumplida. Creyendo huir pavorosamente de ello lo vamos fortaleciendo, confirmando que nos es insoportable (si no, ¿por qué huir?). Habrá quien prefiera a Aristóteles, a Séneca, a Spinoza o a Stuart Mill, con Epicuro como trasfondo, pero en todos estos casos la felicidad, como la vida, es una tarea, siempre en tránsito. Ni llega sola ni aparece por arte de magia, y en todo caso se refiere a momentos concretos y a una cierta conformidad anímica y aceptación de que pocas cosas se controlan. Tiene más de autopercepción que de dádiva, quedando siempre abierta la cuestión de si en el fondo no es otra cosa que ausencia de problemas, porque hasta de las más grandes experiencias uno puede acabar hastiado.

Puede que suene pesimista, aunque dice el dicho que "pesimista es el optimista bien informado". Se opte por el pesimismo o el optimismo, en todo caso "arrieros somos y en el camino nos encontraremos", así que de lo que no hay duda es de que a todos nos conviene tener una o varias manos amigas en la que apoyarse cuando las cosas se tuercen. Eso sí que, felizmente, depende de nosotros.