análisis

Yemen, la guerra olvidada

En los próximos meses, la comunidad internacional debería redoblar sus presiones sobre las potencias regionales para que dejen de alimentar la espiral de violencia en la zona

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Ignacio Álvarez-Ossorio

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Yemen, el país más pobre del mundo árabe, lleva cuatro años inmerso en una cruenta guerra civil que ha provocado la mayor crisis humanitaria del siglo XXI en la región. Tras varios meses de esfuerzos, las Naciones Unidas ha conseguido lo que hace tan sólo unos días parecía imposible: no sólo ha logrado sentar en la misma mesa a los contendientes, sino que además les ha arrancado un alto el fuego en Hodeida. Este estratégico puerto del mar Rojo es el principal punto de acceso de la ayuda humanitaria y, por lo tanto, es clave para hacer llegar alimentos y medicinas a las dos terceras partes de la población yemení que se encuentran en situación de riesgo.

Por medio de este acuerdo, los milicianos chiís de Ansar Allah, también conocidos como hutís, se comprometen a retirar sus efectivos de la ciudad y a ceder su control a fuerzas neutrales bajo la supervisión de la ONU. Además, los dos bandos han acordado establecer corredores humanitarios, evacuar a los heridos, intercambiar sus prisioneros y reabrir el aeropuerto de Saná, la capital yemení. Todos estos pasos pretenden restaurar la confianza entre las partes y allanar el camino para abordar una cuestión mucho más espinosa: el final de la guerra.

La guerra yemení ha provocado hasta el momento 60.000 muertes directas, pero Save The Children ha advertido recientemente que la hambruna podría haber acabado con la vida de 85.000 niños. Según UNICEF, un tercio de los menores de cinco años padece malnutrición y un millón de personas están afectadas por la epidemia de cólera debido a que un tercio de la población no tiene acceso a agua potable. Es necesario recordar que esta situación no es fruto de una catástrofe natural, sino de la ofensiva militar lanzada contra los hutís en marzo de 2015 por Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos con la ayuda de Estados Unidos para tratar de restablecer en la presidencia a su aliado: el presidente Abd Rabbuh Mansur al-Hadi. Tras el lanzamiento de varios misiles a territorio saudí en noviembre de 2017, ambos países impusieron un bloqueo marítimo sobre Hodeida, lo que agravó la crisis humanitaria.

Doméstica y regional

La contienda yemení tiene una dimensión doméstica y otra regional. Por un parte nos encontramos a los rebeldes de Ansar Allah, que pertenecen a la minoría zaidí (una rama del islam chií que profesa un tercio de la población) que reclaman el establecimiento de un Estado federal. Gracias al respaldo del expresidente Abdallah Saleh y de varias unidades del ejército, los hutís consiguieron hacerse con el control de la capital Saná en septiembre de 2014. Ansar Allah no es el único grupo que discute el modelo centralista, ya que también el Movimiento Sureño reclama la independencia del Yemen del Sur, mientras que Al-Qaeda, que cuenta con el apoyo de diversas tribus sunís, aspira a establecer un emirato islámico. Estos dos últimos actores se han convertido en aliados claves de la coalición anti-hutí liderada por Arabia Saudí y Emiratos Árabes siguiendo la conocida máxima del enemigo de mi enemigo es mi amigo.

El conflicto yemení no puede entenderse sin aludir también a su dimensión regional y, en particular, a la rivalidad saudí-iraní. Desde el inicio de la operación Tormenta Decisiva en marzo de 2015, las aviaciones saudí y emiratí han lanzado un total de 18.000 bombardeos contra posiciones hutís, a quienes acusa de colaborar con Irán. Algunos de estos ataques son susceptibles de ser catalogados como crímenes de guerra, como los bombardeos contra hospitales, escuelas, mercados e, incluso, depósitos de agua. De hecho, varios países europeos como Alemania, Holanda, Dinamarca o Finlandia han decidido interrumpir la venta de armas a Arabia Saudí para evitar que sean empleadas en Yemen.

Tras cuatro años de guerra parece evidente que ninguno de los contendientes puede imponerse en el frente de batalla y que la principal víctima, una vez más, es la población civil, atrapada entre dos fuegos. El desgaste de los bandos en liza, así como el creciente malestar internacional por la crisis humanitaria, podrían haber actuado de acicate para el acuerdo alcanzado en Estocolmo. Aunque todavía queda mucho camino por recorrer es indudable que estamos ante un primer paso esperanzador. En los próximos meses, la comunidad internacional debería redoblar sus presiones sobre las potencias regionales para que dejen de alimentar la espiral de violencia en la zona. Esta es la única vía para alcanzar una paz duradera no sólo en Yemen, sino en el resto de países de la región.