La excesiva polarización

Malos modos, populismo y democracia

Se está instalando una peligrosa denigración del adversario político convertido en enemigo que parecía superada

Ilustración de Leonard Beard

Ilustración de Leonard Beard / periodico

Astrid Barrio

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Aunque hace ya  tiempo que en España se observa una progresiva degradación no solo de la calidad sino también de las formas en el debate político,  esa tendencia se ha exacerbado en las últimas semanas.  Primero fue un episodio en el Parlamento catalán en el que el presidente Quim Torra acusó al líder socialista, Miquel Iceta, de chorrear cinismo y en el que el diputado Ruben Wagesberg de ERC calificó a Ciudadanos de fascista, a lo que uno de los diputados aludidos, Carlos Carrizosa, respondió acusando al independentismo de supremacista. El nivel de crispación adquirió tales niveles que el presidente del Parlament, Roger Torrent, se vio obligado a emplazar a los grupos parlamentarios a mantener la corrección y las formas en la cámara.

Más adelante la tensión se trasladó al Congreso de los Diputados cuando el diputado de ERC Joan Tardà y el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, se acusaron de fascista y de golpista respectivamente. Y después  cuando, tras un lamentable enfrentamiento entre el diputado de ERC Gabriel Rufián y el ministro Josep Borrell, el primero resultó expulsado del hemiciclo tras  haber sido llamado al orden en diversas ocasiones y en el transcurso de su salida, acompañado del resto de diputados de su grupo parlamentario, uno de los diputados según la versión del ministro le escupió. Con independencia de si el hecho es cierto o no -fue negado por el diputado y mantenido por el ministro-  lo cierto es que los malos modos parecen estar haciéndose un peligroso hueco en la política española, un fenómeno que no es exclusivo de nuestro país y que lamentablemente cada vez está más extendido en las democracias y que según los politólogos Benjamin Moffitt y Simon Tormey estaría asociado a la ola populista. Según estos autores, los malos modos serían -junto con la apelación al pueblo y la percepción de crisis, ruptura o de amenaza- uno de los rasgos que definen el populismo, entendido este fenómeno como un estilo político en el que los contenidos performativos y estéticos resultan fundamentales para crear relaciones políticas.

Pero sucede además que en España  esos malos modos no solo se están dando en el ámbito institucional, sino que esa forma de entender la política también se ha extendido a la calle evidenciando no solo la más que dudosa calidad de una parte de la clase política sino también la escasa cultura política democrática de algunos sectores de la sociedad. Muestras de ello son el autobús de Ciudadanos protagonizando una campaña en contra de los eventuales indultos de los líderes independentistas cuando estos ni han sido juzgados ni condenados y obviando que el instrumento del indulto, por muy discutido y discutible que sea, es una atribución  del Ejecutivo perfectamente legal. O el lema 'Ni oblit ni perdó' repetido por sectores del independentismo en referencia a lo sucedido el 1-O o el coreado 'Els carrers serán sempre nostres'. 

Lo preocupante de todo ello es que se está instalando una peligrosa denigración del adversario político convertido en enemigo, una visión que hasta no hace mucho parecía superada. De hecho, prácticamente desde el inicio de la transición, tan denostada por muchos en la actualidad, se impuso una visión que quedó temprana y perfectamente sintetizada en el debate de la ley para la reforma política en las palabras del procurador Fernando Suárez González cuando afeó a José Maria Fernández de la Vega, uno de los procuradores que se oponían a la ley,  que se refiriese a la oposición democrática con el calificativo de ‘misérrima’ y cuando abogó “por  rebajar el concepto de enemigo irreconciliable al de adversario político” y por el reconocimiento de que  este “tiene una visión del futuro tan digna de consideración, por lo menos,  como la nuestra y el irrenunciable derecho de proponerla a los demás y de trabajar por su consecución”.  

Ese reconocimiento de  la legitimidad del otro por parte de la casi totalidad de la clase política y de la sociedad española permitió un proceso de transición a la democracia basado en el pacto y favoreció la consolidación de la misma. Y  es precisamente la ruptura de ese principio básico de convivencia lo que constituye una de las principales amenazas para la democracia tanto en España como en el resto del mundo. De ello precisamemte alertan Steven Levitsky Daniel Ziblatt en el libro ‘Cómo mueren las demoracias’ en el que describen las condiciones por las cuales los sistemas democráticos se pueden autodestruir.

Es comprensible que los que siempre han vivido en democracia puedan tener la tentación de darla por descontada, pero no se puede perder de vista que numerosos ejemplos históricos demuestran que ni es irreversible ni lo aguanta todo y que en especial resiste mal a la excesiva polarización y a la denigración del otro que provocan los malos modos en política.