La radicalización del discurso político

'Bonjour tristesse'

Partes notables de la sociedad exigen tensión y los partidos la fomentan para su propio beneficio

Ilustración de Francina Cortés

Ilustración de Francina Cortés / periodico

Josep Oliver Alonso

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El debate (¿se puede llamar así?) entre Rufián y BorrellRufiánBorrell del otro día en el Congreso de los Diputados sigue a parecidos exabruptos en el Parlament de Catalunya y, por descontado, a los que se filtran en las noticias sobre la campaña electoral andaluza. Las gruesas descalificaciones, la elevación del insulto hasta niveles insoportables y la tensión creciente que implican, no auguran nada bueno. Porque cuando el insulto se apodera del discurso ya no queda nada: tras el verbo solo hay un páramo.

Tanto en Catalunya como en España hay mercaderes de la tensión. Grupos políticos, se llamen como se llamen y que ni la pena vale citarlos, que encuentran su caldo de cultivo en los excesos verbales ahora y, vaya usted a saber, en qué otros mañana. Faltos de argumentos sólidos, prefieren excitar la irracionalidad de sus potenciales electores para atraer votantes y, de paso, apartar del debate los temas realmente relevantes para el conjunto de la ciudadanía. Porque, mientras estemos echándonos a la cabeza los trastos del insulto, ¿dónde quedan el cerca del 30% de niños que, tanto en Catalunya como en España, viven por debajo del nivel de pobreza?; mientras cada uno refuerza su posición ante los ataques del contrario, ¿cómo se avanza en la mejora de un sistema de salud que se nos deshace?; mientras cada ataque refuerza al contrincante y reduce su necesidad de argumentar, ¿dónde hallaremos el futuro de las pensiones? ¿Y el de la dependencia de tantos y tantos mayores?

El desprecio intelectual y personal al contrario es la antesala de conflictos más severos

Parecería como que, tras la exaltación patriótica del nacionalismo español y del catalán de octubre del pasado año y los estímulos de las elecciones de diciembre y de la moción de censura, los partidos se han percatado que el pueblo pide dureza, mucha más dureza. Tengo mis dudas de que esta tensión corresponda a la realidad o, en todo caso, a una parte mayoritaria de la sociedad. Escribí hace unos meses que Pedro Sánchez había conseguido desbancar a Mariano Rajoy porque, así me lo parecía, había un mayoritario sentimiento de hartazgo ante tanta tensión Catalunya-España. No creo que esta situación se haya modificado radicalmente. En todo caso, si se ha operado una creciente radicalización de amplios sectores ciudadanos, mal para nuestro futuro colectivo. Y si no ha sido así, y son los partidos los que lanzan sus mastines al ruedo político para estimular las bajas pasiones, peor. Probablemente, la realidad sea una amarga combinación de ambos extremos: partes notables de la sociedad exigen tensión y los partidos la fomentan para su propio beneficio.

En cualquier caso, este estropicio no augura nada nuevo. Hace más de 40 años, Irving Janis argumentaba ya en su clásico 'Groupthinking' (1972) que una parte no menor de los mayores errores en la toma de decisiones de grupos dirigentes radicaba, entre otros aspectos, en el desprecio de las capacidades del enemigo: sean las intelectuales, las económicas, las cívicas que impregnan su manera de vivir o las militares. Algo de esos errores en las dirigencias catalana y española se perciben en las decisiones tomadas en Barcelona y Madrid en septiembre y octubre del 2017. Pero, ampliando esas tesis de Janis, no hay que ser un estudioso de la conducta para percibir como el desprecio intelectual y personal al contrario es la antesala de conflictos más severos. Y ello no solo por la reducción de su humanidad; sino porque, a medida que se antagonizan las posiciones, deviene más difícil la reconsideración de adonde nos conducen nuestros actos. Y, con ello, regresar a un terreno de juego de mayor entendimiento deviene cada vez más imposible: estamos entrando en terrenos pantanosos, de los que será difícil regresar incólumes.

Mal asunto para todos, pues, y difíciles tiempos estos. No porque no hubiéramos pasado por otros, quizá incluso más problemáticos. Sino porque el paisaje psicológico que los preside es de un humor sombrío, donde crecen asilvestrados populismos y donde la razón retrocede y lentamente abandona el escenario por la puerta de atrás. Mi abuelo asturiano, Pepe Alonso, nos decía siempre que las armas las carga el diablo. Yo añadiría que las palabras también.

Aunque partidario del optimismo de la voluntad, siempre me pareció una posición más adecuada para el bienestar colectivo el pesimismo de la razón. Pero a la luz del que hoy me inunda, y que parece anticipar situaciones más dramáticas, no me viene a la cabeza más que ese verso juvenil del inicio del otoño: 'Bonjour tristesse'. Ni optimismo de la voluntad, ni pesimismo de la razón. Simple desesperación.