Populismo político

Las (malas) emociones en política

Es una lástima que los políticos no movilicen una emoción como la alegría, que hace más creativos y sociables

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César Arjona

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Una de las críticas que se formula con frecuencia contra el populismo político es que su éxito radica en saber jugar con los resortes emocionales de los votantes. Sin embargo, no resulta claro que eso sea un problema en sí mismo, salvo que se asuma que el discurso político debe carecer de dimensión emocional. Una sólida corriente de filosofía política contemporánea, liderada por pensadoras como Martha Nussbaum, sostiene que la idea de una polis asépticamente racional no es ni realista ni deseable. Según Nussbaum, las emociones son un elemento esencial de las comunidades políticas, lo cual es además inevitable, pues si las decisiones que tomamos sobre lo que más nos importa en nuestra vida personal están preñadas de emoción, ¿cómo esperar que las cosas sean distintas en política?

El miedo y la rabia

Puede que el problema no sea tanto la apelación a las emociones en sí mismas, sino a qué emociones en concreto se apela y de qué manera se hace. En una mesa redonda celebrada recientemente en ESADE, los politólogos Cristóbal Rovira e Ignacio Sánchez-Cuenca identificaron las dos emociones que el discurso político actual moviliza por encima de todas: el miedo y la rabia. Significativamente, cualquier estudio básico sobre emociones nos mostrará que estas son las emociones destructivas por excelencia, que cronificadas derivan en ansiedad y pánico, la primera; y en agresividad y violencia, la segunda. Una lástima que los políticos no movilicen, por ejemplo, la alegría, una emoción que nos da energías, que nos anima a compartir, que nos hace más creativos y sociables. Ante la presencia de un inmigrante en el barrio uno puede ciertamente sentir miedo o rabia, pero también curiosidad por conocer su historia personal o sus costumbres, o simple alegría por pasearse por una calle más colorida y diversa. Tan plausibles y poderosas son unas emociones como otras. Tan potente es la dimensión emocional de la islamofobia como del movimiento en favor de la acogida de refugiados.

El problema, pues, no radica en la apelación a las emociones sino a qué emociones, y de qué manera se apela a ellas, siendo esta especialmente peligrosa cuando se trata de una incitación superficial y a menudo apoyada en la ignorancia. El ejemplo más grotesco de esto último lo ofrece el registro de Google de un aluvión de búsquedas en el Reino Unido con la pregunta “what is the EU?” durante los momentos posteriores al anuncio del resultado del referéndum sobre el 'brexit'.

En vez de tomar la apelación emocional del populismo como una anomalía democrática, sugiero que la veamos como una valiosa indicación de hacia dónde va la política. Y en ese sentido lo importante será encauzar las emociones, profundizando en sus causas y sus matices, despertando también las constructivas, y vinculándolas con la racionalidad y si es posible con la razonabilidad. Lo cual no es en absoluto un oxímoron. Más irrazonable parece pensar que una democracia sana pueda sobrevivir sin vincular emocionalmente a sus ciudadanos, algo que el populismo ha entendido bien.