CENTENARIO DEL FIN DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL

La guerra que dejó tras de sí promesas incumplidas y un nuevo Oriente Próximo

El conflicto sembró la semilla de gran parte de las sacudidas que azotan con regularidad a la región

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Itxaso Domínguez

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Estos días celebramos la conmemoración de los 100 años del fin de la primera guerra mundial, una guerra cuyo desarrollo y consecuencias se hacen sentir aún a día de hoy en la región de Oriente Próximo. La gran guerra representó una sucesión de traiciones y promesas incumplidas a los árabes por parte de las potencias coloniales. Los principales símbolos de perfidia imperial fueron el Acuerdo de Sykes-Picot y la Declaración Balfour. La consagración del derecho de autodeterminación de los pueblos en los 14 puntos de Wilson no logró frenar el frenesís colonial ni evitar sucesivas olas de insatisfacción y frustración.

El levantamiento árabe de 1916 ha pasado a formar parte del imaginario popular gracias a la mitificada figura y obra literaria de Lawrence de Arabia. Aunque no todas élites de los territorios del Levante se mostraron unánimes al respecto, un contingente liderado por Faisal Bin Hussein ayudó a derrotar a las tropas otomanas, propinando un duro golpe a Estambul como aliada de las potencias centrales. Los británicos se habían comprometido con el Jerife Hussein de la Meca (padre de Faisal) a favorecer la creación de un reino árabe que nunca vería la luz. Hussein ignoraba que Londres se disponía a repartirse con París la región en zonas de influencia que poco o nada tenían que ver con las afiliaciones tribales y preferencias locales de aquel entonces. Era su forma de resolver de una vez por todas la ‘Cuestión de Oriente’. El Norte de África estaba dominado por Francia, con mínimas concesiones a España e Italia, y en 1914 el Reino Unido había impuesto su protectorado sobre Egipto. En 1920 llegarían los mandatos, ‘colonizaciones de duración determinada’, amparados por la Sociedad de Naciones y únicamente sostenibles 'manu militari' sobre Transjordania, Mesopotamia y la Península Arábiga (Gran Bretaña), Líbano y Siria (Francia)

Fronteras y gobiernos coloniales sembraron las semillas del 'divide y vencerás'

Las fronteras fueron recibidas como un legado imperialista. Fronteras y gobiernos coloniales sembraron las semillas del ‘divide y vencerás’. Fue destruida en pedazos, tanto en términos geopolíticos como simbólicos, la cosmopolita ‘Gran Siria’. Se impulsó una balcanización de la geografía, de los sistemas políticos y de las ideologías. Aunque logró consolidarse un cierto equilibrio de poderes en el continente europeo, ocurriría precisamente lo contrario en el Mediterráneo Sur. La represión otomana se vio sustituida por la represión británica y francesa. La situación económica empeoró sustancialmente sucediéndose años de hambre y penurias.

En 1919, miles de ciudadanos tomaron las calles de Egipto

Se puso fin al imperio y califato sin grandes aspavientos por parte de sus antiguos súbditos. Se impuso en su lugar un modelo de Estado nación hasta entonces desconocido. El sistema alienó a gran parte de sus habitantes. Se consolidaron las semillas del panarabismo sembradas durante los últimos coletazos otomanos. Este fue el caso muy particularmente de Egipto, donde miles de ciudadanos tomaron las calles en 1919 para pedir a los británicos que honraran su promesa de concederles la independencia. También soplaban aires nacionalistas en Siria, como demostraba la corta pero intensa experiencia parlamentaria que marcaría a varias generaciones posteriores. Faisal bin Hussein fue proclamado rey en desafío del título de mandato, pero la batalla de Khan Meisseloun acabaría en estrepitoso fracaso tanto para sus tropas como para los sueños de alcanzar un Estado panárabe. No sería ni el primer ni el último enfrentamiento contra las potencias coloniales, como evidencia el número total de víctimas.

Se sentaron también las bases del nacionalismo kemalista, que logró librarse de toda injerencia occidental y erigirse como modelo de otros países y pueblos. A expensas del pueblo kurdo y de millones de armenios, claro está. Millones también fueron los desplazados e intercambiados como cromos. Una creciente sed de hidrocarburos motivó la creación de Irak, un auténtico mosaico etnocultural, y de Arabia Saudí como feudo wahabita. Los tronos de estos países fueron cedidos a dos de las principales estirpes de la época: los Saud y los hachemitas. A los hachemitas también se les cedería la corona de Transjordania, corroborando que las monarquías eran aliadas más fieles y estables. La separación del Líbano y Siria pretendía aupar en el poder a los cristianos maronitas más afines a los intereses coloniales, pero dio lugar a un reparto de poder que difícilmente permitiría la articulación de una verdadera identidad libanesa. Las identidades empezaron a depender antes del decisor que del individuo.

Arabia Saudí sería, junto con Israel el único Estado basado en adscripciones etnoreligiosas. La Declaración Balfour prometía un hogar nacional judío’, aunque los intereses británicos tenían como objetivo prioritario proteger el Canal de Suez. Creían poder controlar la situación a base de ambigüedad constructiva, pero la situación se les fue definitivamente de las manos en 1936. Se acabó, en parte como consecuencia de los horrores ocurridos en Europa dos décadas después, por legitimar la presencia de una potencia colonial como era la de los inmigrantes sionistas, por permitir que se enmarcara el conflicto en términos de pueblos con derechos equiparables sobre el territorio. Se sentaron las bases del conflicto que cincelaría acontecimientos de calado posteriores, aún sin visos de resolución justa.

La época de mandatos dejó estados de derecho inexistentes

Es incorrecto proclamar que todos los problemas de Oriente Próximo son consecuencia directa de lo ocurrido y decidido durante la ‘Guerra para terminar todas las guerras’. No resulta tan desatinado afirmar que se sembró la semilla de gran parte de las sacudidas que con regularidad azotan a la región y a sus poblaciones, más allá del mero trazado de fronteras. Podría incluso hablarse de la articulación de una región nueva, o al menos de una nueva forma – marcadamente orientalista- de leer sus realidades.

La balcanización se sitúa al origen tanto de conflictos continuados como de tendencias e ideologías -panarabismo, panislamismo- que compiten por ganarse los corazones de poblaciones ansiosas de respuestas y contenido. Se fueron esbozando mitos regionales y nacionales basados en sentimientos colectivos de lucha y sufrimiento, pero se ignoró y escondió el sufrimiento individual. La época de mandatos dejó tras de sí porosidad de fronteras y debilidad de instituciones, economías de mercado mutiladas y estados de derecho inexistentes. En su lugar se permitió la llegada al poder de cirujanos de hierro y regímenes autoritarios que instrumentalizaban las adscripciones identitarias para ahondar en sectarismos -inexistentes décadas atrás- y alimentaban narrativas tóxicas que acabaron por crear monstruos. Líderes autocráticos cuya supervivencia, aún a día de hoy, depende del sostén de grandes potencias que legitiman no solo su existencia y mandato, sino que conceden patente de corso a cualquier desmán en pos de la estabilidad.