Peccata minuta

Alpargata y zapato

No deberíamos escandalizarnos ante el despiste de Juncker con sus zapatos; al fin y al cabo la inmensa mayoría de nuestras señorías acuden al taller con mentalidad de 'sabata i espardenya' y no pasa nada, nadita de nada

Joan Ollé

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El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, abandonó sorpresivamente el pasado jueves una rueda de prensa con el presidente de Sudáfrica, Cyril Ramaphosa, dejando en pasmo al auditorio. ¿El motivo? Ningún plante a su invitado por desavenencias políticas, ni tampoco un súbito ataque de cagarrinas u otra disfunción que requiriese atención médica de inmediato. ¿El motivo? Pues que el tambaleante presidente se presentó allá, tal vez después de una noche demasiado larga o húmeda, con un zapato negro en un pie y uno marrón en el otro. Los vídeos que me han llegado no me permiten concretar si los diferentes zapatos eran ingleses, italianos o mallorquines, si mocasines o con cordones.

El protagonismo del calzado en el ámbito político tiene ilustres precedentes; el más sonado se produjo el 12 de octubre de 1960 en la asamblea general de las Naciones Unidas cuando Nikita Kruschev, líder supremo de la URSS, después de escuchar el alegato proamericano de Lorenzo Sumulong, portavoz del Gobierno de Filipinas, se quitó uno de sus zapatos y lo machacó contra su estrado en señal de tremenda disconformidad con lo escuchado. Una réplica local de tal invectica zapatil la protagonizó en el 2013 el entonces diputado de la CUP David Fernández durante la comparecencia de Don Rodrigo Rato en la comisión de investigación del Parlament sobre el 'caso Bankia'. El filósofo 'indepe' se descalzó una de sus veraniegas sandalias y, en tono poco amigo, la mostró a Rato mientras le preguntaba si sabía qué significaba aquello en Irak.

Ante la cara de campana del compareciente, Fernández le aleccionó: “Es un gesto de desprecio hacia el poder”. Luego remató la faena con un definitivo “Te espero en el infierno. Hasta luego, gánster.” Y para que los ejemplos sean tres, siempre buen número, regresemos a las Filipinas para darles betún, uno por uno, a los míticos 3.000 pares de zapatos de lujo que Imelda, exreina de la belleza de Manila y esposa del dictador Ferdinand Marcos, almacenaba en su vestidor.

En caso de haberme encontrado en el aprieto de Juncker, creo que no hubiese atendido las sugerencias de mi secretaria, e, ignorando el divorcio cromático de mis extremidades inferiores, hubiera continuado tranquilamente con mi labor. ¿Quién sabe si la imagen no se hubiese convertido en viral y todos los Parlamentos del Viejo Continente se hubieran incendiado de pares dispares de zapatos? O, jugando el error a favor, Juncker hubiese podido demagogiar: “¿Cómo queréis que resuma en un único color las muchas tonalidades del pantone europeo?”

No deberíamos escandalizarnos ante el despiste del europeo; al fin y al cabo la inmensa mayoría de nuestras señorías acuden al taller con mentalidad de 'sabata i espardenya' y no pasa nada, nadita de nada.