Tiempo de lluvias
Un paraguas de pastor
Hace años me dejaron en herencia un paraguas de pastor. Es sencillo, negro, ligero y con un mango de madera, lleno de muescas de tormentas pasadas
Jordi Puntí
Escritor. Autor de 'Confeti' y 'Todo Messi. Ejercicios de estilo'.
Jordi Puntí
Hace años me dejaron en herencia un paraguas de pastor. Es sencillo, negro, ligero y con un mango de madera, lleno de muescas de tormentas pasadas. Cuando lo abro despacio, para no asustar a nadie con tanta negrura, se convierte en una campana protectora. Aunque siempre ha trabajado en la ciudad, a menudo pienso que hace medio siglo había protegido a un pastor de verdad, y entonces me imagino un hombre en medio de un prado verde, con el paraguas en la mano, quieto mientras vigila el rebaño de corderos bajo una lluvia constante y bonita, esa que sabe llover. Tengo que admitir que este paraguas mío no se moja muy a menudo, solo cuando la lluvia llega con tanta fuerza que se merece una respuesta contundente, como estos últimos días.
Si no lo abro mucho, es porque lo veo como un tesoro y me da miedo perderlo. Un día, tiempo atrás, los paraguas se hicieron más pequeños y automáticos, más esqueléticos, y de pronto los que era grandes y anchos, sofisticados en los colores y las estructuras, pasaron a ser un señal de poder económico y esnobismo de nuevo rico. Allí dentro cabían dos personas, pero se veía a la legua que no sabían llevarlo igual que los pastores o los curas. El último ejemplo que recuerdo es el de Donald Trump, hace unos días: subía las escaleras de su avión, protegido por un paraguas negro, y cuando llegó arriba no sabía cómo cerrarlo. Solución: dejarlo en el suelo, abierto, convencido de que ya se ocuparía alguien. Una buena metáfora de su desprecio por los efectos del cambio climático.
De hecho, el paraguas abierto, desmembrado, con los varillas rotas, y abandonado en medio de la calle, es también una imagen para explicar el mundo actual. No han caído cuatro gotas y las calles de Barcelona ya se llenan de vendedores en busca de turistas poco previsores. Por cinco euros les venden paraguas de un solo uso que alguien ha fabricado en China. Una ráfaga de viento y se estropean tan deprisa que no tienen tiempo ni de olvidarlo en una tienda o un café, que es lo que hay que hacer con los paraguas cuando uno está en el extranjero. Por eso los abandonan con rabia en plena calle, como una ofensa.
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