Guerra de trincheras de Trump
La Casa Blanca multiplica sus esfuerzos para neutralizar datos que le son adversos con anuncios cada vez más divisivos del electorado al que se dirige
Albert Garrido
Periodista
Albert Garrido
Según se acerca la cita electoral del 6 de noviembre aumenta la radicalidad de las promesas de Donald Trump, en particular aquellas relacionadas con el dosier migratorio, tan del gusto de sus votantes y tan presente en los medios a causa de la caravana de centroamericanos que pretende entrar en Estados Unidos. La última ocurrencia, desactivar la disposición constitucional que otorga la nacionalidad estadounidense a todo nacido en el país, sea cual sea la situación de sus padres, alienta el discurso nacionalista, pero anuncia un enrevesado conflicto jurídico-político porque quiere el presidente adoptar la medida mediante una simple orden ejecutiva –un decreto–, un disparate según todos los entendidos. Nunca ha sido Trump un observante escrupuloso de la ley, pero en este caso da la impresión de que pretende saltarse todas las líneas rojas en medio de un ambiente del todo irrespirable.
Al mismo tiempo que las encuestas más solventes vaticinan una lucha voto a voto por obtener la mayoría en las dos cámaras del Congreso, la Casa Blanca multiplica sus esfuerzos para neutralizar datos que le son adversos con anuncios cada vez más divisivo del electorado al que se dirige. Y entre estos datos destacan dos: el índice de aceptación presidencial oscila entre el 40% y el 44% y las contribuciones privadas en la campaña de los demócratas superan claramente las destinadas a los republicanos (respectivamente, 82 millones de dólares y 72 millones de dólares la semana pasada). Dos circunstancias que, analizadas a la luz de los precedentes de Bill Clinton en 1994 y de Barack Obama en 2010 –ambos perdieron la mayoría– indican que la derrota republicana en al menos una de las dos cámaras es más que una probabilidad.
La estrategia de Trump para movilizar a los suyos frente a la incertidumbre del resultado es un clásico de la política: remitir el entero discurso a cuanto forjó su triunfo en 2016 para recordar que sigue siendo el de siempre, que no ha cambiado y que América –léase Estados Unidos– es lo primero para él. En realidad, se trata de un eslogan de campaña particularmente simple, pero de eficacia probada, como lo fue el Sí, podemos de Obama, más original en todo caso que el de su sucesor. ¿Es adecuada tal simplicidad hoy? Seguramente sí en un clima de fractura social.
No hay acuerdo, por lo demás, en cuanto al efecto que pueden tener en el comportamiento de los electores tres episodios recientes: el nombramiento para el Tribunal Supremo de Brett Kavanaugh, la campaña de paquetes bomba dirigidos al espacio demócrata y la matanza en una sinagoga de Pittsburgh. Porque en cada uno de ellos el perfil ideológico de Trump ha pesado al calentar previamente los ánimos, poner en guardia a las mujeres (caso Kavanaugh) y activar a dos militantes de extrema derecha, seducidos seguramente por el supremacismo que difunde el presidente, decidido a hacer aquello que mejor sabe: polarizar, convertir el debate político en una guerra de trincheras entre dos bandos irreconciliables.
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