La democracia, en cuidados intensivos
Una pesadilla 'orwelliana'
La deriva posfascista se alimenta de las profundas desigualdades sociales que trajo el neoliberalismo
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
De un tiempo a esta parte se respira un aire sulfúrico de profecía. Nos envuelve una atmósfera de perplejidad y desesperanza que se acerca bastante a la distopia que pintó George Orwell en '1984', con su policía del pensamiento y la distorsión sistemática de los hechos. Parece que la historia haya echado a rodar de nuevo sin que esté claro aún hacia qué rincón del infierno se encamina. La democracia se resquebraja. El mundo, tal como lo conocíamos, se tambalea. Hay inquietud en el ambiente, pero también gente que se pregunta qué está pasando. Y tal vez por eso, a la busca de algún asidero o respuesta, se explica el éxito de la reciente Biennal de Pensament Ciutat Oberta, una propuesta del ayuntamiento que ha seducido sobre todo a gente joven, esos 'millennials' a quienes se les hizo creer que el ascensor social funcionaría: "Tú estudia y esfuérzate, que llegarás lejos". Mentira.
Alfombra roja a los populismos
Los nacidos en la segunda mitad del siglo XX nos dormimos en los laureles. Lo dimos todo por hecho. La democracia liberal, los derechos humanos, el principio del asilo y la protección de los más vulnerables mediante el colchón del estado del bienestar. Parecía impensable una vuelta atrás después de la terrible lección aprendida en Auschwitz e Hiroshima. Y, sin embargo, a menudo resulta aterrador el paralelismo que trazan los expertos entre el periodo de entreguerras y la actual coyuntura: la Gran Depresión de 1929 hizo que medraran los totalitarismos, el fascismo y el estalinismo, de igual forma que la quiebra del gigante financiero Lehman Brothers, en el 2008, disparó la crisis mundial y puso la alfombra roja a los populismos y a ese hombre llamado Donald Trump. A la incertidumbre de aquella época hay que añadir en esta la revolución hipertecnológica y el cambio climático. Casi nada.
En ambos lados del Atlántico, proliferan los ensayos que intentan poner orden al caos, explicar qué demonios está pasando, como el de Madeleine Albright, Madeleine Albright, 'Fascismo. Una advertencia' (Paidós). Quien fue secretaria de Estado durante el mandato de Bill Clinton, la primera mujer en ocupar el cargo, equipara al inefable presidente norteamericano con Mussolini, del que copió incluso la retórica: cuando Trump hablaba durante la campaña de "drenar la ciénaga" de corrupción en que se había convertido Washington, estaba calcando la expresión usada por Il Duce, "'drenare la palude'", al advertir que su misión era la de "romper los huesos de los demócratas". Escribe Albright: "Así fue cómo empezó el fascismo en el siglo XX: mediante un líder magnético que explotaba la insatisfacción generalizada prometiéndolo todo".
Exagera. Trump no es Mussolini ni carga sobre sus espaldas, como Hitler, con la invasión de Rusia ni con los seis millones de muertos en las cámaras de gas. Puede que no le corresponda la etiqueta de fascista al pie de la letra, pero los síntomas de la deriva autoritaria son alarmantes: manipulación de la verdad (las 'fake news' con las que tanto le gusta ventilar cuanto no le conviene), odio al diferente, hostilidad hacia los inmigrantes (ese muro atroz contra los mexicanos, ese registro de musulmanes con el que amenazó), recorte de las libertades civiles, mordazas a la prensa, el nacionalismo ombliguista, la misoginia. "Cada época tiene su fascismo: sus señales premonitorias se evidencian por doquier", escribió Primo Levi.
Trump no es el único salvapatrias, por desgracia. Ahí están los casos de Hungría (Viktor Orban), Turquía (Erdogan),Turquía Rusia (Putin), Holanda (Geert Wilders), Brasil (Bolsonaro), Alemania (el ultranacionalista AfD), Gran Bretaña (Nigel Farrage y el 'brexit') o la peligrosa entente internacional que aspiran a crear Marine Le Pen (Francia) y Matteo Salvini (Italia). Para acabarlo de arreglar, aquí aparecieron los amigos de Vox con su consigna 'trumpiana': Hagamos España grande de nuevo.
El mundo se tambalea. Parecía imposible una vuelta atrás después de la terrible lección aprendida en los años 30 del siglo pasado
¿Por qué recorre Occidente ese espectro oscuro? ¿Están los principios democráticos en peligro de muerte? La memoria es corta. Se olvida a menudo que los totalitarismos bebieron de la fuente de la desesperación, de la enorme fisura entre ricos y pobres. Ahora las desigualdades son lacerantes, y la recuperación económica de la que se jactan las élites financieras no permea en las capas inferiores. Todo es mercado, mercado, mercado. Estamos incluso peor que antes del batacazo: se ha instalado la pobreza laboral ('Kellys', repartidores de comida a domicilio, teleoperadores, subcontratas) y cada vez más gente ha de marcharse a vivir a la periferia de las ciudades porque los alquileres son imposibles. Digan lo que digan, la purga de la austeridad no funciona para los de abajo, y es en ese caldo de cultivo donde nacen el miedo y el recelo a los inmigrantes "que nos quitan lo nuestro". A menos que Occidente reconstruya la cohesión social y corrija las desigualdades causadas por el neoliberalismo, corremos el peligro de no poder salvar de la democracia ni los muebles.
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