Mal inicio y mal final de octubre

Esperando a Godot llegó 'monsieur' Valls

Un año después, la política catalana y la española viven encarceladas en octubre del 2017 e instaladas en la debilidad

Un momento de la actuación de los antidisturbios de la Policía ante el colegio Ramon Llull de Barcelona, el 1 de octubre del 2017.

Un momento de la actuación de los antidisturbios de la Policía ante el colegio Ramon Llull de Barcelona, el 1 de octubre del 2017. / FERRAN NADEU

Josep Martí Blanch

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Cuesta dejar el estómago a un lado en vísperas del aniversario de aquellas horas en las que la Policía y la Guardia Civil metieron la porra hasta el fondo "como si no hubiera mañana", utilizando las palabras de uno de sus uniformados. Hace 12 meses el Estado dio su mayor muestra de debilidad comportándose como un patriarca de eructo y pedo en la mesa: aquí estoy yo para hacer lo que me dé la gana. El Estado, con todo su presupuesto y monopolio de la fuerza, se hizo tan pequeño el 1-0 que solo llegó a ser una extensión del periodismo de falo y escroto que tanto predicamento ha alcanzado en los últimos años. No se lo merecían los soberanistas, ni el resto de los catalanes y tampoco los españoles. Que la vergüenza del recuerdo caiga sobre quienes idearon el dispositivo y sobre quienes lo aprobaron.

Violencia por una de las partes

Octubre fue un mes capicúa. Acabó y empezó mal. El gol en propia puerta del Estado, que había dado la vuelta al mundo en forma de antidisturbios apaleando ciudadanos indefensos, vino a compensarse con una declaración de independencia cutre, torticera e indefendible desde el punto de vista democrático. Aun así, el empate a errores no puede oscurecer que la violencia solo existió por una de las partes y que, un año después, el Estado sigue aferrado a su romance con la vergüenza, manteniendo en prisión de manera injustificada a políticos y líderes civiles.

Un año después la política catalana, también la española, vive encarcelada en octubre del 2017. Todo tiene un recorrido limitado porque los grilletes de hace un año siguen apretando. Nadie sabe adónde ir ni qué hacer. La debilidad está instalada por doquier, ya sea en la Moncloa, en el Palau de la Generalitat, en el Congreso o en el Parlament. Mientras haya políticos enjaulados lo máximo a lo que podemos aspirar es a feos paréntesis de degradación.

En Catalunya, en el plano más tangible, La Crida ya está en el paritorio, con menos expectación de la que parecía, mientras los entornos de Carles Puigdemont, que puede decir una cosa en un libro y la contraria en una entrevista, y Oriol Junqueras se despellejan uno al otro sin compasión. El presidente Quim Torra, por su parte, no conoce la pereza cuando se trata de viajar al pasado con un tuit, pero no tiene tiempo para ir a un acto del corredor del mediterráneo, aunque sea para decirle al ministro que él es como el santo Tomás y que para creer necesita ver. En el fondo todo se asemeja cada vez más a una cita con Godot

Godot aún no, pero quien sí ha aparecido es Manuel Valls, el candidato francés a la alcaldía de Barcelona que, con la 'grandeur' que caracteriza a los vecinos del norte, ya ha empezado a repartir carnets de cosmopolitismo y aldeanismo. Cada uno pasa la crisis de los 50 como quiere, puede y sabe; y dado que Catalunya entera es un experimento político en estos momentos, no extraña nada esta aventura personalísima de 'monsieur' Valls, que viene a sumarse en un Erasmus muy particular a la fiesta de partidos, plataformas y movimientos. Valls viene con la bandera española a salvarnos de las banderas. Algo así como: quítense del tabaco y apúntense a los porros.