A aquellos economistas que niegan la desigualdad

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Jordi Alberich

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El décimo aniversario de la caída de Lehman Brotherscaída Lehman Brothers ha vuelto a poner en el centro del debate público la cuestión de la desigualdad. De hecho, todo señala que, incluso durante esta década tan dura para muchos millones de ciudadanos, la brecha entre unos y otros ha ido agrandándose.

En su momento, se denunció la desigualdad cuestionando si, desde la moral, resultaba admisible  una sociedad que, en pleno siglo XXI, tendía a la fragmentación. Hoy, a ese malestar se ha añadido una honda preocupación por su incidencia en el  auge de todo tipo de populismos que, trasladados a la vida parlamentaria, amenazan con despedazar las sociedades occidentales tal como las hemos conocido.

Es, pues, el momento de hacer frente a esta amenaza, empezando por compartir un diagnóstico acerca de su dimensión y trascendencia. Sin embargo, no percibo que las élites económicas compartan diagnóstico alguno. Por el contrario, abundan percepciones que restan trascendencia a la desigualdad. De una parte, argumentando que ésta no ha crecido y, de otra, señalando que no tiene mayor trascendencia, que lo relevante es garantizar la igualdad de oportunidades.  Esta última consideración no merece mayor atención, pues pensar que en las sociedades que se van definiendo es posible una efectiva igualdad de oportunidades es, sencillamente, vivir en otro mundo. Acerca de la evolución de la desigualdad, unos comentarios.

Estoy convencido que va en aumento, pero asumamos lo que señalan algunos académicos: que tras cálculos y más cálculos, ello no resulta tan evidente. Aún en ese hipotético supuesto, el problema no pierde gravedad pues sus análisis no incorporan un dato fundamental: las sociedades evolucionan como los seres vivos y, en consecuencia, también lo hacen sus legítimas aspiraciones. Hoy, afortunadamente, los ciudadanos se rebelan, más que hace unas décadas, por unas diferencias injustificables entre unos y otros.

Sus argumentos son similares a los de quien descalificara a la mujer por pretender equipararse en derechos laborales al hombre, argumentando que las diferencias entre uno y otro género no aumentan  y que, además, debemos sentirnos satisfechos por cuanto,  hace no tanto, el acceso de la mujer al trabajo era muy limitado. O, en el mismo sentido, se rechazara la reclamación por un trabajo estable arguyendo que, hace unas décadas, era habitual el trabajo a destajo y  sin protección social.

El problema  es que no pocos economistas de prestigio se han alejado del sentido más profundo de su función. La economía nace como una rama de las humanidades y, más allá del necesario saber matemático, se fundamenta en acercarse a algo tan complejo como la persona y su vida en sociedad. Ese economista que vive entre formulaciones matemáticas jamás entenderá el porqué de ese comprensible malestar de nuestros días. No es casualidad que buena parte de esos mismos economistas, también  dieran cobertura académica a dinámicas que condujeron a esa crisis cuyo estallido recordamos estos días