El debate soberanista

Los momentos fundacionales

El arranque de los estados democráticos fue deleznable y Catalunya no supo corregir esa fatalidad

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Albert Sáez

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¿En qué momento se funda un Estado y cómo se hace? Vistos desde el futuro, la mayoría de los momentos fundacionales de los grandes estados democráticos son deleznables. Partieron de decapitaciones o de guerras más o menos civiles. ¿De dónde arranca la legitimidad del actual Estado español? ¿De la reconquista de don Pelayo? ¿De las Cortes de Cádiz? ¿De las guerras carlistas? ¿Del resultado de unas elecciones municipales? ¿Del triunfo de un golpe de estado? ¿Del referéndum de la Constitución de 1978? La misma chanza que algunos hacen de la Diada se podría hacer del Día de la Raza. No hay un momento cero prístino de ningún estado. Cada actor político y cada ciudadano coloca el arranque la historia allí donde más le consuela.

A los estados legalmente constituidos estas preguntas les incomodan. Son tabús, porque conforman aquellos principios axiomáticos que una sociedad necesita dar por descontados para evitar todo tipo de fracturas. Es lo que Michael Billig llamó el “nacionalismo banal”. Una parte del malhumor de la sociedad española con lo que pasa en Catalunya se basa en la transgresión de este pacto tácito. Ciertos sectores ilustrados son especialmente sensibles a este malestar. Ven a los independentistas como aquellos niños que se ponen a hablar de sexo o de escatología en la sobremesa de Navidad.

Las votaciones del 6 y 7 de septiembre

Gente más honesta y cabal, como Antón Costas, insisten con toda la razón del mundo en el hecho que el presunto momento fundacional de la república catalana es tan poco edificante como el del Estado al que sus promotores acusan de demofóbico. El independentismo perdió la mayor parte de su impulso como movimiento de regeneración democrática con las votaciones en el Parlament del 6 y 7 de septiembre. No actuaron de manera radicalmente distinta al procedimiento que se usó para nombrar al heredero de los borbones como sucesor en jefatura del Estado “a título de Rey” en plena dictadura. Utilizaron su control de los resortes del poder en beneficio de las ideas que defendían.

Como lo hizo ese jefe de Estado designando a un buen número de los senadores de las Cortes constituyentes, una minoría de bloqueo. Muchos independentistas quisieron borrar esa ignominia con el referéndum del 1-O y muy especialmente con el uso político que hizo Rajoy de las leyes y de la policía durante aquella jornada. Cierto es también que en España nadie recuerda jamás esos agravios a la mitad de la población en el momento fundacional del régimen actual.

Pero la reflexión del profesor Costas debería hacer pensar a los dirigentes independentistas más allá de sus prisas revolucionarias. Aquellas votaciones han alimentado una enorme desconfianza en una parte de la población catalana, especialmente aquellos que abrazaron la causa catalanista desde orígenes culturales y sociales muy distintos. El 6 y 7 de septiembre, para una parte de la dirección independentista, dejó de ser catalán quien vive y trabaja en Catalunya para serlo solo los que viven, trabajan y quieren la independencia. Esta deriva permite a los partidarios de la versión más ácida de España acusar al independentismo de ser un simple nacionalismo decimonónico. E incluso los más atrevidos, como Pablo Casado, se permiten tildar a la Diada de fiesta xenófoba con el cartel del Día de la Raza a su espalda. 

El independentismo
está donde lo quería Aznar, recluido en las esencias de las naciones predeterminadas por la historia

Desde entonces, uno de los errores fundamentales de Puigdemont y Torra es que en su discurso y en su acción política tienden a ignorar a los dos millones y pico de catalanes que no quieren la independencia. Los consideran meros peones del Estado con el que se pretenden confrontarNo actúan de la misma manera ni Junqueras, ni Esquerra, ni una parte del PDECat ni Òmnium aunque a menudo lo hagan con un lenguaje naíf. Ese es el nudo gordiano de la actual coyuntura. El independentismo está donde lo quería Aznar, recluido en las esencias de las naciones predeterminadas por la historia y alejado del universo abierto de las naciones en construcción que buscan un estado que las ampare y no un estado que las fosilice. Mientras la actual cúpula independentista no salga de ese caparazón, su fuerza frente al Estado español será insuficiente y menguante. Y lo que es más determinante, pretenderá ser una república con unos fundamentos muy poco republicanos. Solo una votación con reglas aceptadas por partidarios y detractores de la independencia puede fundamentar un nuevo estado en el siglo XXI. Esa era la base de las manifestaciones desde el 2012. La ceguera política de Rajoy, sus excesos policiales y judiciales no justifican en ningún caso la creación de un nuevo estado que sea la simple réplica del anterior bajo otra bandera.