Tiempos de confusión

El largo otoño que nos aguarda

Sería deseable el regreso de un capitalismo más regulado y equitativo para frenar el populismo

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Josep Oliver Alonso

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Uno de los más negativos aspectos del tiempo que nos ha tocado vivir es la confusión intelectual en la que nos movemos. Convendrán que no es fácil tener un discurso racional, y razonable, sobre crisis tan diversas como los coletazos del 'brexit', las proclamas contra la inmigración de Salvini, el marcado sesgo anti-EU de Gobiernos como el austriaco o el húngaro o la deriva populista de Trump; por no hablar del auge de la ultraderecha en Francia, Holanda, Dinamarca, Grecia o Finlandia. O, aquí, sobre aspectos no menores del conflicto catalán-español. Parecería como si desde la recesión de 2008-13, nos encontráramos huérfanos de discurso ante una ola de irracionalidad. Y esa orfandad no es algo menor: desarma e impide ofrecer caminos alternativos.

¿Es posible una narrativa común de fenómenos tan aparentemente dispares? Cierto que, en cada país, las circunstancias son particulares, pero son similares sus raíces más profundas: el desencanto de sustanciales partes de la población por unas élites cuyo objetivo, en las últimas décadas, no ha sido otro que absorber la máxima cantidad posible de renta. Y la incapacidad de la izquierda para ofrecer alternativas, como ha evidenciado la socialdemocracia europea y sus colegas de EEUU tras la crisis más severa jamás vivida en occidente desde los años 30. Este fracaso es el reflejo postrero de la deriva liberal y desreguladora de Bill Clinton y Tony Blair.

Populistas de todos los pelajes

Como los humanos tenemos horror al vacío, si no hay respuestas en una parte se buscan en otro. Y los que las ofrecen, populistas de todos los pelajes, pescan en ese río revuelto, ofreciendo soluciones simples a problemas complejos. ¿Existen remedios? Haberlos, los hay, aunque es escasa la esperanza en que las élites occidentales repiensen qué deberían hacer.

Desde la recesión de 2008-13 nos encontramos huérfanos de discurso ante
una ola de irracionalidad

Para mejor comprender lo que sucede, les recomiendo el último trabajo, recién publicado, de Robert Kuttner ('Can Democracy Survive Global Capitalism?'). En él pasa revisión a lo que considera la edad de oro del capitalismo más igualitario, la que se extiende desde la Gran Depresión y las reformas de Franklin Delano Roosevelt a los años 70 del pasado siglo. En su opinión, que parcialmente comparto, fueron situaciones excepcionales las que permitieron una redistribución insólita del ingreso que, además, favoreció el crecimiento. Y con él, el optimismo sobre el futuro de las sociedades europeas y americanas tan característico de aquellos años, en particular en aquellos ciudadanos de ingresos bajos o medios.

A su entender, la base de esa prosperidad y de la estabilidad financiera que se vivió aquellas décadas, radicaría en una rigurosa supervisión y regulación financiera, con controles de capital y tipos de cambio fijos, que dificultaban la especulación y permitían a los Gobiernos dotarse de políticas que favorecían la plena ocupación. Unas políticas que habían sido la reacción natural a los dramáticos resultados del 'laissez-faire' financiero anterior a la Primera Guerra Mundial, y cuya reinstalación tras la contienda explica en gran medida la dureza de la Gran Depresión y el auge del fascismo.

Liberalismo a ultranza

Pero, a medida que los recuerdos de la recesión mundial se disipaban, esa reacción se fue erosionando. Y, con su olvido, el liberalismo a ultranza retomó fuerzas, se afincó en la academia y pasó a la ofensiva: regresaron las tesis de que la mejor regulación es la que no existe y, en lo tocante a flujos financieros, dejó de diferenciarse entre los que aumentan el capital productivo y los puramente especulativos. ¿Su herencia? La crisis de la última década.

¿Podríamos regresar a un capitalismo más regulado y más equitativo? Sería deseable. Su deterioro, y el predominio de las ideas ultraliberales y neoconservadoras, nos ha dejado un legado que da espanto: el fantasma de un populismo que amenaza con llevarse por delante, entre otros logros no menores, el proyecto europeo o aspectos esenciales de la propia democracia.

Tiempos duros los que nos toca vivir. Además, como la historia muestra, que sean malos no anticipa que puedan, o deban, mejorar. Más bien lo contrario. Mientras la dirigencia europea y americana no enarbole de nuevo la bandera de la redistribución, no hay proyecto político que pueda atraer a esos amplios sectores de población, preocupados por la pérdida de estabilidad laboral y de poder adquisitivo y, en particular, por la amenaza que se cierne sobre el futuro de hijos y nietos. Pasaron las vacaciones y llegó el otoño. Corto en lo climático, pero temo que muy prolongado en lo político, económico y social.