Terrorismo

Olvidar y recordar

Cuando homenajeábamos a las víctimas de Barcelona pensé en lo fácilmente que hemos dejado atrás a ETA

Ángeles González-Sinde

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Este lunes una familia de Asturias se habrá desplazado hasta la provincia de Huesca y al alba acudirá a las proximidades del cuartel de la Guardia Civil de Sallent de Gállego. En un punto de la calle pondrán unas flores y quizá recen o estén unos minutos en silencio. Son los familiares de Irene Fernández Perera que murió a las 6.10 del 20 de agosto de 2000.

Irene había nacido en Las Agüeras, Asturias. Tenía 32 años. Llevaba cinco en la Guardia Civil. Era hija única de campesinos y mineros. Eficiente y capaz, destacó en las tareas de rescate de la tragedia de Biescas. En las imágenes del archivo de RTVE, el coche al que Irene se subió aquella mañana es un amasijo de hierros. No hay asientos, ni ventanas, ni ruedas, ni salpicadero. Tales fueron la fuerza del explosivo y la temperatura de las llamas, que el vehículo se consumió. El cuerpo de Irene salió despedido varios metros y dio contra un muro. Murió en el acto. Una bomba lapa había estallado según Irene y su compañero guardia civil José Ángel de Jesús arrancaban para iniciar su ronda.

No he tenido que indagar mucho para encontrar a Irene. He tecleado la fecha y la palabra atentado y ha salido. Con 43 años de lucha armada y 854 víctimas hay un muerto de ETA para cada día del año. Doscientas treinta de esas víctimas eran guardias civiles. Cuando en estas vacaciones los hayamos visto controlando el tráfico, patrullando por pueblos y montes, quizá hayamos comprendido lo expuestos que estaban. Eran dianas andantes. Vulnerables y fáciles de asesinar, han sido el colectivo más golpeado por ETA. También sus mujeres e hijos pagaron su dedicación con la vida.

Cuando la semana pasada homenajeábamos a las víctimas de Barcelona pensé en lo fácilmente que nos hemos acostumbrado a la calma y hemos dejado atrás a ETA. Sin embargo, qué fácilmente nos acostumbramos también al terrorismo. Durante décadas con nuestro silencio, ambigüedad y miedo dejamos espacio para que el monstruo creciera. Han pasado casi siete años desde que ETA abandonara las armas, pero conviene recordar de vez en cuando y agradecer a quienes, como Irene, nos protegieron.