UN LUGAR ICÓNICO

El día que te volví a querer

De pequeña, la Rambla era el único lugar de Barcelona que me conectaba con nuestra conciencia mediterránea

Un quiosco de prensa, en la Rambla de Barcelona.

Un quiosco de prensa, en la Rambla de Barcelona. / JORDI COTRINA

Anna Gener Surrell

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Sospecho que todos los barceloneses tenemos nuestra propia historia con la Rambla, y nuestros motivos íntimos para odiarla o amarla, o ambas cosas a la vez.

De pequeña, para mí era el paseo que acababa en el mar. No sentía la Rambla como si fuera un espacio urbano, porque en aquella época, el mar estaba absolutamente desvinculado de la actividad de la ciudad. La Rambla era el único lugar de Barcelona que me conectaba con nuestra conciencia mediterránea.

De adolescente, la Rambla representaba la disciplina de mis clases semanales en el Liceu. Era, por tanto, el símbolo de una ciudad culta, ambiciosa y conectada con Europa, que en el siglo XIX fue capaz de regalarse un teatro más grande que la Scala de Milán.

En la etapa universitaria, la Rambla fue la vida nocturna, la libertad y la ligereza. La juventud es maravillosa porque te hace creer que todo es posible y que todas las cosas que te quedan por vivir serán divertidas y llenas de luz. En aquella época, muchas de estas cosas me pasaban cerca de la Rambla.

Finalmente, la Rambla significó para mí el paso definitivo a la vida adulta, pues el primer salario de auditora lo utilicé en dos preciosas litografías de Perico Pastor,que compré en una galería de la calle de Canuda. Me recuerdo en la Rambla cogiendo un taxi para volver a casa, abrazando el paquete, emocionada, como si fuera un bebé. En ese momento tomé conciencia de que el dinero es importante porque, cuando se ponen al servicio de la cultura, te regalan la libertad.

Hace décadas que vivo en el 'upper' de Barcelona y que transito por la Diagonal varias veces al día de reunión en reunión, con mi traje chaqueta y mis zapatos de tacón. Podría parecer que este es mi hábitat natural y que me siento en perfecta sintonía. Tanto es así que, a menudo, yo misma olvido que en realidad soy una agente doble, pues mi vida transcurre en la Diagonal, pero, secretamente, pertenece a la Rambla.

He tenido que huir de ella, organizándome una vida muy lejos, porque no puedo soportar la contradicción terrible que la Rambla representa: la coexistencia de las cosas más bellas y las más sórdidas. La lucha entre la energía apolínea y la dionisíaca, la luz y la oscuridad, capaz de lo más eminente y de lo más innoble. Disfrazada de todo, qué difícil se me hace sentirla mía. He vivido mucho tiempo peleada con la Rambla, castigándome, absurdamente, a no pisarla durante años.

Fracasada belleza

La Rambla ha sido un amante que se ha desgraciado la vida ante mí, mientras yo me desesperaba, despeinándome. Por más que he intentado salvarlo, ha persistido en condenarse. Mis ojos se han oscurecido ante su abandono y su mediocridad. Malogrado potencial, fracasada belleza.

Así me hería la Rambla... hasta el atentado del 17 de agosto del 2017, un día en el que sentí una gran tristeza y, al mismo tiempo, unas inmensas ganas de vivir y de recuperarme con rapidez de tanto horror. La célebre resiliencia barcelonesa.

Por fin me di cuenta que no podía vivir ignorando la Rambla, porque la Rambla es nuestra esencia, es aquello que nos define y nos configura; no puedes vivir peleado contigo mismo.

Por eso es como es, malditamente y adorablemente, inclasificable.