LA XENOFOBIA EN EL PODER EN EUROPA

La desbocada derecha europea

La serenidad y el rigor que impone el debate de la inmigración ha dado paso a un tsunami político que podría acabar con todo

El ministro del Interior italiano, Matteo Salvini (centro), durante un acto en Pisa.

El ministro del Interior italiano, Matteo Salvini (centro), durante un acto en Pisa. / .43545104

Carlos Carnicero Urabayen

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Hay sobre todo una marca España, que no tiene que ver con crecidas del PIB ni éxitos deportivos. En esta Europa ampliamente secuestrada por el ascenso de la extrema derecha, este país ha pasado por una grave crisis económica sin brotes xenófobos destacables. El camino emprendido por el nuevo PP de Pablo Casado, a raíz de su alarmista “no hay papeles para todos”, conecta con la crisis de identidad y la derechización de su familia política europea.

Se ha estudiado a fondo la crisis de la socialdemocracia en Europa, en caída libre en casi todas las latitudes, incapaz de convencer a unos electores desconcertados por los cambios en el modelo laboral en estos tiempos de híper-globalización. Al centro derecha, la otra cara de la construcción europea, le ocurre algo similar: sus electores viven perplejos los cambios sociales en este mundo de vaporosas fronteras.

Italia presenta una foto alarmante sobre la ola racista que se puede desatar por políticos irresponsables

Si hay alguien que conoce bien la caída del centro derecha europeo y su desesperado viaje al extremo es Angela Merkel. Y no precisamente por su deseo a sumarse a esta peligrosa ola. En el 2015 la cancillera tomó la decisión que marcaría el resto de su vida política: abrir las puertas de Alemania a los refugiados. Los peores resultados electorales desde la posguerra para su partido en las elecciones del 2017 no son ajenos a aquella decisión. Tampoco la crecida de la extrema derecha: AfD es la principal fuerza de oposición.

Curiosamente los datos en esta era de posverdad alumbran una desconcertante realidad: si en el 2015 llegaron a Europa más de un millón de personas, en el 2018 rondan las 50.000; cifras que deberían situar el debate en sus justos términos: se necesitan gestionar las llegadas de forma coordinada y crear una verdadera política de asilo europea. La caída demográfica en este viejo continente debería convencer a los escépticos.

Pero la serenidad y el rigor que impone este sensible asunto ha dado paso a un tsunami político que podría acabar con todo, empezando por el espacio de libertad Schengen –desdibujado ya con controles en varias fronteras– hasta la propia integración europea, cuyo espíritu abierto, consciente de la fertilidad de esta tierra para el odio al extranjero, lo resume bien Kapuściński: “La buena disposición hacia otro ser humano es la única base que puede hacer vibrar en él la cuerda de la humanidad”.

¿Le merece la pena a Pablo Casado sumarse a esta ola? ¿Y a Albert Rivera competir por este espacio? 

Merkel ha estado a punto de ver caer su Gobierno. Camina de puntillas, fijando bien los pasos y con poco ruido. Sus socios, los democristianos bávaros, le exigen mano dura. Su líder y ministro de interior, Seehofer, aprendiz de Trump, celebraba recientemente la alegre coincidencia de expulsar a 69 afganos en el día de su 69 cumpleaños. Uno de ellos, joven de 23 con ocho años en Alemania a sus espaldas, se suicidó nada más llegar a Kabul. Sobran razones para pensar que la inmigración no debería admitir electoralismos de ningún tipo.

En Austria los democristianos gobiernan en coalición con la extrema derecha del Partido de la Libertad y su influencia está en ascenso gracias a que ejercen ahora la presidencia rotatoria de la UE. Ello les permite reforzar en la agenda europea las políticas migratorias más duras, como la idea de desembarcar a los migrantes rescatados en el Mediterráneo en centros situados fuera de la UE.

Siguiendo hacia el sur, Italia presenta una fotografía alarmante sobre la ola racista que se puede desatar si los políticos combinan irresponsablemente los ingredientes adecuados. Un marroquí de 43 años ha muerto tras ser perseguido y agredido por dos italianos que le acusaban de querer robarles. La atleta italiana de origen nigeriano Daisy Osakue ha sido agredida mientras regresaba a casa. Salvini, quizás el más influyente populista xenófobo del continente, mira para otro lado, como si sus mensajes de odio no tuvieran un extraordinario altavoz desde el Gobierno italiano.

Hace años Viktor Orbán, primer ministro húngaro, parecía la oveja negra del Partido Popular Europeo. Hoy está a un paso de convertirse en su gurú. ¿Qué autoridad tendrá la UE para frenar sus ataques contra los inmigrantes, las oenegés, los medios o la justicia si la principal familia política europea imita sus políticas?

Roto el cordón sanitario que un día mantenía a la xenofobia alejada del poder, cabe preguntarse quién pagará los platos rotos de agitar a unos contra otros y si la memoria europea habrá servido para algo. ¿Le merece la pena a Casado sumarse a esta ola? ¿Y a Albert Rivera competir por este espacio?