El factor catalán en Madrid

La nueva derecha española no puede disimular reverberaciones joseantonianas

Pablo Casado, durante el comité ejecutivo nacional del PP celebrado en Barcelona.

Pablo Casado, durante el comité ejecutivo nacional del PP celebrado en Barcelona.

Enric Marín

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Aunque algunos se empeñen en hacer ver que no se dan cuenta, después del 1-0 y el encarcelamiento de los dirigentes independentistas catalanes, ya nada será igual en la relación entre Catalunya y España. La vuelta al autonomismo tradicional como si nada hubiera pasado ya no es posible. La distancia emocional entre la política española y la política catalana se ha ensanchado de una manera inédita. La paradoja, sin embargo, es que la política española depende de Catalunya como nunca.

En la situación de tablas en que quedó la partida entre el Estado y el soberanismo catalán después del 21-D, el independentismo tiene dos bazas de gran valor estratégico: la mayoría absoluta en el Parlament de Catalunya y una minoría relevante y decisiva en Madrid. Sin catalanes y vascos la gobernación en España es literalmente imposible.

No está claro, sin embargo, que esta posición favorable esté siendo aprovechada. En Catalunya, hubo una interminable espera de meses antes de constituir un Gobierno que revirtiera los destrozos del 155, y fortaleciera institucionalmente el país con una gobernación sólida. Constituido el Govern, el hecho de que el 'president', Quim Torra, recuerde constantemente que es un presidente vicario no contribuye a la fortaleza institucional. Desde el ataque yihadista del verano pasado quedó claro que, en relación al autogobierno catalán, las cuatro obsesiones del nacionalismo español son la escuela, los Mossos, la CCMA y la proyección exterior. Precisamente por ello, resultó tan sorprendente el abandono voluntario de la administración catalana cedida al desgobierno del virrey Enric Millo durante tanto tiempo.

A pesar de las divisiones internas, el independentismo sí que demostró reflejos para aprovechar la posibilidad de ayudar a hacer triunfar la moción de censura a Mariano Rajoy. Con este movimiento, el republicanismo catalán consiguió cuatro cosas: ganar tiempo, agrietar el bloque del 155, desinflar el globo de la nueva derecha riverista y profundizar la crisis del PP.

El "Gobierno Frankenstein"

La derecha española no es medida ni original proponiendo metáforas. Por eso no ha sorprendido que rápidamente calificara el Gobierno de Pedro Sánchez como "Gobierno Frankenstein". Mientras tanto, optando por Pablo Casado, el PP acentúa su perfil conservador. La derecha española ya funciona como una criatura bicéfala. Una cabeza evoca una derecha de sabor más nacionalcatólico. La otra, la cabeza de la nueva derecha, no puede disimular reverberaciones joseantonianas.

La competición fratricida para ver quién hace más méritos anticatalanistas solo será comparable a la descalificación sistemática de un PSOE entregado "a los herederos de ETA, a los populistas y a los separatistas". En paralelo, la judicialización del conflicto político sigue su curso con lógica fatalmente inexorable, pero la derrota judicial en Europa del dúo Carmen Lamela y Pablo Llarena ya es inapelable. De auténtica vergüenza ajena. En definitiva, Catalunya está presente en la política española por activa y por pasiva. Por activa, haciendo posible el Gobierno de Sánchez. Por pasiva, como el espantajo previsible y recurrente de la derecha bicéfala.