Al contrataque

El verano de los bingos

El verano de los bingos, hace casi 20 años, fue especialmente sahariano y, como en casa no se podía estar, intentaba pasar las tardes de canícula en algún lugar que tuviera aire acondicionado

Partida de bingo

Partida de bingo / FERRAN NADEU

Jordi Puntí

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Estos días, viendo cómo la gente boquea por la calle de tanto calor, como peces fuera del agua, he recordado un verano de hace casi 20 años al que llamo el verano de los bingos. Es curioso cómo a menudo tendemos a resumir en una frase todo lo que pasó en un lapso de tiempo más largo, supongo que para recordarlo mejor o incluso para darle una pátina de trascendencia. El verano de la invasión de mosquitos. El verano del coche nuevo. El verano del viaje a la Polinesia. El verano de los bingos fue especialmente sahariano y, como en casa no se podía estar, intentaba pasar las tardes de canícula en algún lugar que tuviera aire acondicionado. Iba a las bibliotecas a leer, o a la filmoteca, pero un día también descubrí el frescor acogedor de los bingos de Barcelona.

La primera vez entré digamos que por curiosidad. Era una época en que los juegos de azar estaban más presentes que hoy en día, o quizá más a la vista de todos y menos privados, y el bingo me recibió con toda la simpatía de un juego inofensivo. Elegí un bingo céntrico y popular, en la Gran Via, y al entrar el aire acondicionado me sorprendió con la fuerza del aliento helado del Yeti (no tanto como en algunas tiendas del paseo de Gràcia, pero casi) . Esa primera vez compré un cartón para jugar, o para disimular que jugaba, y me senté en una mesa distante. Me fijaba en la gente, mayoría de jubilados, y los veía marcar los números en el cartón con un aire serio y concentrado, como si pasaran el rosario, pero también con un entusiasmo infantil, de niños de colonias.

Aquel verano me refresqué en varios bingos y todos eran más o menos iguales, con sus peculiaridades. En un bingo de la calle de Còrsega iban a pasar el rato los viudos y divorciados, hombres y mujeres, que después se encontraban para bailar y coquetear en el Imperator. Tomaban un coñac, o el primer cubata de Gordon’s, y yo me imaginaba que cantar bingo era para ellos toda una premonición.

Hace años que no he entrado en un bingo, pero me imagino que no habrán cambiado mucho. Seguro que todavía hay quien canta línea, o bingo, con una voz potente de fanfarrón, pero también quien lo anuncia tímidamente, como si le diera vergüenza o no se creyera que uno puede tener tanta suerte. Ahora, 20 años después, es probable que me parecieran un lugar deprimente, una especie de islote urbano donde embarrancan los solitarios, los soñadores de ambiciones modestas y los que flirtean con la ludopatía. Me doy cuenta de que hoy en día, si tuviera que buscar un lugar donde estar fresquito en Barcelona, tendría más alternativas, empezando por los bares de los hoteles y los Starbucks y los cafés tipo Fornet. En cambio, si uno busca un lugar público sin turistas, es probable que el bingo siga siendo una buena solución.