Opinión | EDITORIAL
El error de judicializar un conflicto político
La retirada de la euroorden es el último golpe a un proceso judicial muy criticado
La decisión del juez del Tribunal Supremo (TS) Pablo Llarena de retirar la euroorden contra Carles Puigdemont y el resto de políticos catalanes que huyeron de la Justicia española (Toni Comín, Meritxell Serret, Lluís Puig, Clara Ponsatí y Marta Rovira) es el último (y desastroso) capítulo de una instrucción judicial que acumula varapalos en Europa y duras críticas en España. La decisión de Llarena llega después de que el Tribunal Superior Regional de Schleswig-Holstein tan solo accediera a entregar a Puigdemont por el delito de malversación y no por el de rebelión. La justicia belga ya se negó a entregar a Comín, Puig y Serret por un defecto de la euroorden. La retirada hace que todos los encausados sean libres de viajar por todo el mundo menos a España, donde siguen en vigor todas las medidas contra ellos, incluida la suspensión de cargo público.
Para justificar su decisión, Llarena ha escrito un duro auto contra el Tribunal Superior Regional de Schleswig-Holstein, al que acusa entre otros aspectos de falta de compromiso, de haber enjuiciado a Puigdemont sin que le correspondiese y sin tener las pruebas y de no haber cumplido con la normativa de la euroorden. En su momento, el tribunal alemán argumentó su decisión con el hecho de que es necesario que se dé violencia para que haya rebelión. Ese ha sido, y sigue siendo, el talón de Aquiles del procesamiento de Llarena, como reputados juristas llevan diciendo desde hace tiempo. Si no hubiera retirado la euroorden, Puigdemont solo hubiera podido ser juzgado en España por malversación.
La decisión de Llarena genera problemas de todo tipo. Al retirar la euroorden, declina juzgar a Puigemont por malversación, cuando afirma tener pruebas de ellos en la instrucción. Además, coloca a los afectados en la tesitura de no poder regresar a España en 20 años. Por no hablar de la lacerante comparación entre la situación de los que decidieron huir de la justicia (en libertad) y aquellos que sí cumplieron con su obligación legal (en prisión preventiva y ante la perspectiva de ser condenados a una pena de 30 años). Políticamente, es una victoria a corto plazo para el independentismo, que alimenta su discurso de una justicia española retrasada y liberticida, pero a medio y largo término mantiene la situación de excepcionalidad en la sociedad y política catalanas. Nunca resultó tan evidente el gravísimo error de judicializar un conflicto que es político.
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