La justicia del cuñado del Rey
La justicia debe ser ciega y parecerlo; en España cuesta trabajo verla y mucho más creerla ciega
Antón Losada
Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Santiago de Compostela
Antón Losada
En el Tribunal Supremo se decide estos días mucho más que los recursos presentados por unos y otros contra la sentencia que condenaba a Iñaki Urdangarin a seis años de cárcel por prevaricación, malversación, fraude, tráfico de influencia y dos delitos fiscales; una lista más larga que la de la compra de muchos pensionistas. Le guste o no al poder judicial, muchos ojos esperan a ver qué acuerda el Supremo para decidir si, como reza el artículo 117 de la CE, "la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey..." o se administra para su cuñado. No debería ser así, pero lo es. Ignorarlo o negarlo no lo va solucionar. Por eso decimos tantos que España lleva tiempo inmersa en una crisis institucional que no solo no se resuelve, sino que se agrava a base de negarla.
Ya sabemos que, salvo para todo aquello que tenga que ver con Catalunya, la justicia española va lenta y seguramente está bien que así sea para garantizar los derechos de todos los procesados, pero ha pasado un año desde la condena. Un tiempo que cuesta trabajo creer que no haya podido agilizarse, dada la relevancia de un caso que afectaba a elementos conectados al núcleo duro del Estado. Un año durante el cual el condenado ha aprovechado a fondo su libertad, disfrutando de las comodidades de su residencia en Suiza y acudiendo a España, no para rendir cuentas sino para participar en festejos y actividades recreativas.
Cuesta trabajo defender con convicción que la justicia es ciega cuando alguien condenado a prisión por una sentencia sigue libre, sin una sola medida de caución o restricción, mientras otros acumulan cientos de días en prisión sin haber sido procesados siquiera. Cuesta trabajo sostener con credibilidad que la justicia es ciega cuando, a alguien que vive en el extranjero, se le presume el arraigo suficiente para excluir el riesgo de fuga, mientras a otros que renuncian a cargos para volver a su casa se les niega. La justicia debe ser ciega y parecerlo. En España cuesta trabajo verla y mucho más creerla ciega.
Desafío y empecinamiento
Más allá de las condenas penales, si alguien esperaba algún gesto monárquico de arrepentimiento o contrición tras el escándalo y la rapiña codiciosa de millones de euros de dinero público, se sentirá muy decepcionado. De la Casa del Rey solo ha llegado un silencio manifiestamente insuficiente. La infanta y su marido solo han emitido señales de desafío y empecinamiento. Ni examen de conciencia, ni arrepentimiento, ni propósito de enmienda.
A falta de voluntad de redención, la justicia es lo único que puede reparar el daño causado. El fiscal en su recurso ha sido tajante. Urdangarin y su socio montaron conscientemente una trama con el ánimo notorio de enriquecerse con la captura de recursos públicos y la explotación del símbolo y la marca real. Como en las cortes palaciegas de antaño, se dedicaron a la caza de favores y dineros regalados por gobernantes que se creyeron también cortesanos y encantados de serlo. Eso no puede quedar impune.
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