AL CONTRATAQUE

Hablar del tiempo

Prestar atención a la meteorología es un lujo que solo pueden permitirse los que no padecen grandes tragedias

La nieve cubre los campos de Falset.

La nieve cubre los campos de Falset. / periodico

MILENA BUSQUETS

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Cuando era joven, hablar del tiempotiempo me parecía sumamente aburrido, solo deseaba hablar de amor y de literatura. Tenía una vecina con la que coincidía en el ascensor que cada mañana me hacía perder el tiempo con su parte meteorológico. No hay información más insulsa para un adolescente que saber el tiempo que hará. Nunca valoré la cordialidad y la discreción de mi vecina como correspondía. He necesitado muchos años para darme cuenta de que hablar del tiempo es un acto de civilización avanzada.

Tal vez no sea casualidad que los británicos, los que más lejos han llegado en esto de la civilización (solo hay que ver sus taxis, como pequeños salones rodantes) y de la cortesía (solo hay que ver cómo tratan los dependientes de las tiendas a los clientes, sin servilismo ni colegueo, con la justa amabilidad y diligencia), adoren hablar del tiempo. 

Aquí cada vez se nos da mejor, tal vez sea porque ya no queremos hablar de política, el procésprocés nos ha vuelto más delicados y ha convertido a una parte de la población (los que ya no quieren discutir más, ni rasgarse más las vestiduras, los que han perdido amigos de los dos bandos) en expertos hombres del tiempo. Yo tengo descargadas en el móvil tres aplicaciones de meteorología y estoy preparada en todo momento para comentar el tiempo que hace en Barcelona, en comarques, en Madrid, en París, en Londres, en Nueva York y en Bangladesh. Cada dos horas me actualizo.

Mirar al cielo

Al salir de casa por las mañanas, lo primero que hago es mirar al cielo. Hay algo esperanzador y reconfortante en los gestos que se han mantenido intactos desde tiempos inmemoriales, levantar la vista al cielo para averiguar qué tiempo hace, otear el horizonte para ver cómo está el mar y de dónde sopla el viento; seguro que los griegos clásicos ya lo hacían del mismo modo que nosotros, con la misma mirada precisa y melancólica.

Prestar atención al tiempo es un lujo que solo pueden permitirse los que no padecen grandes tragedias, los que viven con cierto confort, en un periodo de paz. Cuando te ronda la muerte (ajena), la enfermedad (ajena) o la tristeza (propia), el tiempo te importa un pimiento y el cielo, así como los vientos y las estaciones y los árboles y el mar, desaparecen. Hay que detenerse para mirar al cielo, dejar de mirarse el ombligo, no se puede mirar al cielo mientras caminas. 

Mi personaje favorito de Mary Poppins es el almirante Boom, el guardián de la puntualidad y el encargado del parte meteorológico. Es él quien avisa a Mary Poppins  de que ha cambiado la dirección del viento. Yo, que siempre quise ser Mary Poppins, he acabado convirtiéndome en Boom. Así es la vida. Por cierto, ha dejado de nevar.  

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