EL RADAR

Dos millones de whatsapp

Toni Comín y Carles Puigdemont en Bruselas el pasado 7 de diciembre.

Toni Comín y Carles Puigdemont en Bruselas el pasado 7 de diciembre. / periodico

JOAN CAÑETE BAYLE

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Los mensajes robados del teléfono de Toni Comín que  difundió Tele 5 han sido sin duda uno de los temas de conversación estrella de la semana. El momento de sinceridad (o de flaqueza, o ambas cosas) de Carles Puigdemont fue recibido con alborozo o desolación según la trinchera, porque de eso, de trincheras, es de lo que estamos hablando. Entre las filas de los adversarios de la independencia cundió la idea de que era la admisión definitiva de la derrota del procés, de ahí el alborozo, tan poco periodístico, con el que Ana Rosa Quintana presentaba y comentaba la por otro lado fenomenal exclusiva de su programa. Si Puigdemont admite la derrota, es que el procés está muerto, como si Puigdemont y procés fueran la misma cosa, como si todo empezara o acabara en la figura del expresident refugiado en Bruselas. Otro error que añadir a los que desde el resto de España se acumulan respecto Catalunya.

No, el procés no es (solo) Puigdemont, de la misma forma que antes que él el procés no era (solo) Artur Mas. El procés tampoco es (solo) nacionalismo ni (solo) respuesta a la crisis económica. El procés tiene muchas y variadas causas, pero si algo no es, seguro, es un suflé. Más de dos millones de votos en las últimas elecciones, con una participación récord, con los líderes políticos o bien encarcelados o bien fugados, deberían haber llevado a la conclusión al resto de España de que esto de la independencia no es una golpe de fiebre, ni el proyecto megalómano de un líder supremo. 

«No conocen a la Catalunya independentista aquellos que dicen que sin Puigdemont el procés ha muerto. Son los mismos que pensaron que todo era una estrategia de Artur Mas para tapar años de corrupción al frente de las instituciones por parte de Convergència. Y sin él, los que vinieron luego han seguido llenando el centro de Barcelona cada 11-S, han conseguido salvar un referéndum amenazado a golpe de porra y han mantenido su mayoría absoluta en la cámara, aunque sus líderes políticos estuvieran en prisión preventiva o en el exilio», escribe a Entre Todos Adrià Huertas, de Barcelona. «Telecinco debería enfocar mejor en las pantallas de los móviles que de verdad importan», tuiteó la exdiputada de la CUP Mireia Boya con la icónica foto de la calle Marina iluminada por miles de pantallas de móviles durante la manifestación por la libertad de los políticos y líderes sociales en prisión preventiva del pasado noviembre.

El procés no muere. El procés si acaso muta, un cambio de piel que ha sucedido antes en varias ocasiones, casi siempre a causa de los mismos factores: la presión del Estado o el Gobierno central como elemento aglutinador, la competencia entre ERC y el espacio de Convergència para no ser percibido como tibios o traidores, las fechas límite autoimpuestas. Eso es lo que empezó a suceder cuando el martes el president del Parlament aplazó la investidura de Puigdemont y cuando después ERC afirma que rechazará investir al expresident si ello implica  «consecuencias penales».

El procés muta, y cuando lo hace puede dejar a sus propios líderes en la cuneta (los «sacrificios» de los que hablaba Joan Tardà), pero si no murió cuando, declarada la independencia, ni siquiera se arrió la bandera de la Generalitat, difícilmente lo hará ahora aunque se vea obligado a renovar a todo su liderazgo. No es una cuestión tanto de retórica épica y («la fuerza del procés está en la gente») sino de realismo político: esos dos millones de personas que votaron independentista el pasado 21-D no tienen ningún motivo para dejar de apoyar a los partidos independentistas. Y menos aún en un contexto de prisiones preventivas y silencio político en Madrid. La exclusiva de Ana Rosa tal vez certifique el fin de una etapa (y de un líder) del procés (aunque está por ver). Pero cuando Ana Rosa despertó al día siguiente, el independentismo seguía aquí.