Análisis

Puigdemont y Llarena

Recobrada la lógica de la guerra de posiciones, el independentismo necesita recuperar el control de las instituciones

Carles Puigdemont.

Carles Puigdemont.

ENRIC MARÍN

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Finalmente, Carles Puigdemont se desplazó a Dinamarca a pesar de la petición de la Fiscalía General del Estado de hacer efectiva una orden de detención europea. Petición que el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena no ha creído oportuno tramitar. Más allá de las valoraciones que se puedan hacer de la trascendencia de la conferencia pronunciada en la universidad de Copenhague, el hecho ha tenido la virtud de recordarnos que el conflicto democrático entre el soberanismo y el Estado recuerda mucho más la imagen de una partida de ajedrez que la metáfora del choque de trenes.

Con esto no quiero decir que no se hayan producido choques importantes. La sentencia del TC sobre el Estatut fue un choque colosal, y la aplicación del 155 no se ha quedado atrás. Cierto, pero el conflicto es anterior a la sentencia del 2010, y el 155 no ha hecho otra cosa que abrir una nueva fase. En esta partida de ajedrez, la iniciativa ha correspondido la mayor parte del tiempo al independentismo. Los poderes de Estado (legislativo, ejecutivo, judicial, mediático, económico...) no han podido tener la iniciativa al no ser capaces de formular propuestas, definiendo un marco de diálogo y negociación. Confiar todo a la represión sin reconocer la naturaleza política del conflicto limita su margen de maniobra. 

Derrota humillante

El problema es que no son capaces de imaginar otro escenario que el de la derrota humillante del adversario, pero solo podrán ganar si el independentismo se derrota a sí mismo por acumulación de errores. ¿Qué lectura podemos hacer de la decisión de Pablo Llarena de no tramitar la orden de detención europea? ¿Responde a la voluntad de abrir un poco la mano para reducir la judicialización del conflicto? No lo parece. Más bien apunta a la voluntad de no internacionalizar su gestión judicial a la espera de terminar de dar forma procesal a una especie de causa general contra el independentismo. O sea, más de lo mismo pero midiendo más los movimientos.

Por el contrario, en las filas del bloque independentista parece abrirse paso el reconocimiento de que se han producido errores de apreciación que hay que corregir. Errores como definir un calendario político rígido o sobrevalorar la fuerza social acumulada. Y, conectado con estos dos hechos, confundir la distinción que Gramsci hacía entre la lógica de la guerra de posiciones y la lógica de la guerra de movimientos. Un error similar al que cometieron los dirigentes de Podemos con su ingenua alusión del asalto al cielo. 

Guerra de posiciones

Recobrada la lógica de la guerra de posiciones, el independentismo necesita recuperar el control de las instituciones. Esto no permitirá establecer una situación de normalidad plena, que no es posible ni deseable mientras haya exiliados y presos políticos, pero es la condición básica para plantear la continuidad del conflicto democrático con el Estado en terreno más favorable. Si el último movimiento de Carles Puigdemont está pensado para mantener viva la internacionalización sin impedir la formación de un Govern sólido, el independentismo conservará la iniciativa en un escenario muy difícil de gestionar para el Gobierno central.