Mucha astucia y muy poca estrategia

Mas, Puigdemont y Junqueras tendrán virtudes, pero entre ellas no parece encontrarse la visión estratégica

Carles Puigdemont y Artur Mas en una imagen de archivo del Comité Nacional del PDeCAT.

Carles Puigdemont y Artur Mas en una imagen de archivo del Comité Nacional del PDeCAT. / periodico

LUIS MAURI

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Ya había oscurecido aquella tarde de noviembre del 2003. Sentado a la mesa de la cocina de su piso de la calle Tuset, hoy embargado por orden del Tribunal de Cuentas, Artur Mas aseguraba que suceder al «mito patriótico e histórico» de Jordi Pujol no le producía vértigo. «Ni vértigo ni angustia ni temor». El heredero de Pujol era consciente de que el omnímodo liderazgo del patriarca nacionalista le obligaba a sacar pecho, a no achicarse, a no mostrar síntomas de duda o debilidad. De lo contrario, no tardarían en atronar en su propia casa las voces que le negaran la talla necesaria para merecer el legado. Por eso, quizá había que sobreactuar. «Permítame decirlo: un punto de valentía sí que hay que tener para hacer esto. Hay que echarle mucho coraje y convicción. Si hubiera dudado, no estaría aquí. No, no siento ningún vértigo.»

Aunque no sentir vértigo no le garantiza a nadie que no vaya a despeñarse precipicio abajo.

Mas no alcanzó la presidencia de la Generalitat hasta siete años después, en el 2010. Desde entonces, sus decisiones estratégicas le han conducido a un fracaso tras otro. Y a Catalunya, a una indeseable situación de fractura social, agarrotamiento político e inseguridad económica.

Recortes draconianos

Nada más llegar al Govern, impuso con el apoyo del PP unos recortes sociales draconianos. Dos años después, desgastado por la política austericida, alarmado por la contestación de los indignados, inquieto por los escándalos de corrupción que empezaban a acosar a Convergència y apoyado en la negativa de Mariano Rajoy al pacto fiscal, creyó ver en la ola soberanista una ventana de oportunidad. Se puso al frente de la manifestación y adelantó las elecciones. Resultado: perdió 12 diputados y quedó en manos de ERC, con quien inició una puja sin fin por el trofeo a la radicalidad nacionalista.

En su carrera unilateral hacia la independencia reventó la coalición CiU. En el 2015, Mas volvió a adelantar las elecciones. Logró burlar el anunciado sorpasso de ERC coligándose con Oriol Junqueras. Pero entonces quedó atrapado por la CUP, cuya primera exigencia fue su defenestración. Escogió él mismo a Carles Puigdemont como sucesor, confiado en que sería manejable y se limitaría a mantener arreglado el pisito hasta su regreso. Tampoco tuvo acierto en la elección. Puigdemont tenía vida propia.

Un océano

Hay un océano entre la astucia y la audacia, tan proclamadas por las huestes nacionalistas en los últimos tiempos, y la clarividencia estratégica. Los otros dos líderes políticos del independentismo tampoco han demostrado mayores dotes estratégicas. Junqueras arruinó sus expectativas y las de ERC al torpedear la decisión de Puigdemont de renunciar a la DUI. Si le hubiera permitido convocar elecciones tal como había resuelto, con toda probabilidad hoy Puigdemont no sería rival (ni suyo ni de nadie), ERC habría conquistado la hegemonía nacionalista y Junqueras estaría a punto de ser investido president. El lugar de eso, la Generalitat está intervenida (sin que hiervan la calle ni las dependencias oficiales), él está en la cárcel y su partido ha arruinado un sorpasso que estaba cantado y ha quedado colgado de  Puigdemont.

El triunfo relativo de Puigdemont el 21-D está a punto de desvanecerse. Es improbable que logre ser investido president.  Para los juristas, también los del Parlament, la investidura a distancia no es ya una astucia, sino una alucinación. Y huyendo deseperadamente hacia adelante, va perdiendo oficiales: Artur Mas, Carles Mundó, Carme Forcadell, Jordi Sànchez (número dos de JxCat), Joaquim Forn (número siete) y Jordi Cuixart.

Quizá ninguno de los tres tenga vértigo, visión estratégica parece seguro que no.