LIGAR EN INTERNET
El amor en los tiempos del Tinder
El uso de las nuevas tecnologías ha contagiado de hipercapitalismo la manera de relacionarse con el otro
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
OLGA MERINO
El 9 de enero se cumplirá un año del fallecimiento de Zygmunt Bauman, el teórico de la globalización, el consumismo y la nueva pobreza, el filósofo polaco que puso nombre a esta posmodernidad de vínculos volátiles. La vida líquida, la llamó. Una laxitud que permea también las relaciones interpersonales. Decía el maestro que recurrir a la red a la hora de buscar pareja forma parte de una tendencia más general, la de las compras por internet. Y aunque razón no le falta, no es menos cierto que, alcanzada cierta edad y desaparecidos los antiguos espacios de socialización, a menudo no queda otro remedio para conocer a alguien que adentrarse en el campo minado de la realidad virtual.
Ahora lo que se lleva es Tinder. Se trata de una aplicación que permite establecer contacto con alguien casi de inmediato, consistente en ir desplazando fotografías con el dedo, este sí, este no, como quien acude a la feria del ganado. El invento funciona y ahorra mucho tiempo si lo que se busca es sexo, un polvo sin complicaciones; ahora bien, la desazón está servida si se pretende algo más. Entre lo que he visto, me han contado y he leído, creo tener una idea bastante aproximada del pandemonio. Llamémosle estudio de campo.
El mercado de la carne
Por regla general, las mujeres obtenemos invitaciones a la cama casi instantáneas, a veces sin necesidad de que intermedien palabras (basta, por ejemplo, con poner juntos los emoticonos del guiño, la berenjena y el cigarrito de después). El mercado de la carne, en efecto. Pero más allá de los tópicos, este escrito se pondría rojo como un tomate de tener que incluir las propuestas recibidas por algunos amigos varones.
A su vez, los usuarios masculinos se quejan de que es rechazo cuanto cosechan, uno detrás de otro, hasta que parece engullirlos la extraña sensación de entrar a cenar cada noche en un restaurante trágicamente vacío. Por no hablar de las señoras que solo se asoman a Tinder para almorzar gratis y no sacan el monedero ni muertas.
¿Te dan calabazas? No importa, sigue buscando. Se cambia de pareja como se muda de calcetines
¿Te dan calabazas? No importa, sigue buscando. Ahí fuera se extiende un océano inabarcable lleno de pescaditos, miles de lubinas, lo mismo que en las relaciones laborales: hay un millón en la puerta anhelando ocupar tu puesto. Se cambia de pareja como se muda de calcetines. ¿Y si hay algo mejor esperando? El dedo se desliza de nuevo sobre la pantalla del móvil enviando a gente real al cubo de la basura, y así la misma búsqueda se convierte en un entretenimiento tan adictivo como el Candy Crush pero que, a la corta o a la larga, genera ansiedad y frustración. ¿Ligar por internet? La selva, a machetazos.
La mutación psicológica
Echamos la culpa de la deshumanización de las relaciones a la tecnología, pero me temo que sobreestimamos su impacto: es nuestro comportamiento lo que genera la mutación psicológica.
A ver si me aclaro. En el siglo XIX, antes de la invención del automóvil y los aviones, los tatarabuelos se casaban con la vecina, la hija del herrero, o con el chico que se sentaba en la iglesia en el banco de al lado. La posibilidad de que prendiera la llama del amor ni siquiera se consideraba, puesto que se trataba de matrimonios apalabrados, de conveniencia, para intercambiar propiedades, garantizar descendencia y asegurar la estabilidad económica de las mujeres. Su incorporación al mercado laboral cambió radicalmente el panorama, por fortuna.
Se nos olvida que no existe relación duradera sin la tríada de la pasión, la intimidad y el compromiso
Ahora las relaciones resultan más sinceras. Ahora ya no es necesario aguantar la pesadilla de hasta que la muerte nos separe. Eso que hemos ganado. Pero, al mismo tiempo, la velocidad de la vida moderna y la alienación inherente al hipercapitalismo hacen que se sublime a menudo la relación de pareja y se proyecten en ella las quimeras irrealizables de un videojuego. El otro ha de ser amigo, confidente, cómplice, tener garantizado el sustento económico, proporcionar risas y buen sexo, aguantarnos las manías y, encima, estar a las verdes y a las maduras. ¿Quién es capaz de sostener todas esas expectativas ininterrumpidamente? El amor romántico se ha convertido en un producto comercial inalcanzable. Fantasías de Disney.
La tecnología es tan solo una herramienta; el problema es la incomodidad con el mundo, el despojamiento emocional, la mercantilización de los afectos. Se nos olvida que no existe relación duradera sin la tríada de la pasión, la intimidad y el compromiso. Se nos olvida que cada uno de nosotros es «una sutura que pide atención por parte de los demás», como sostiene el filósofo Josep Maria Esquirol.
Se nos olvida que es en el amor donde «el miedo se funde con el gozo en una aleación indisoluble, cuyos elementos ya no pueden separarse», escribió el viejo profesor Bauman. Se nos olvida que somos humanos.
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