MIRADOR

Los bloques son la decadencia

El riesgo de que cada bloque quede replegado sobre sí mismo es tentador y confortable, tanto como inútil

En el colegio electoral de Sant Joan de Ramis se expone una urna del 1-O.

En el colegio electoral de Sant Joan de Ramis se expone una urna del 1-O. / periodico

Antoni Gutiérrez-Rubí

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El resultado electoral del 21-D confirma lo que muchos analistas habían advertido: el problema político de Catalunya y España no se resuelve -simplemente- con la mitad más uno. Invariablemente, a lo largo de varios años y en varias elecciones de circunstancias bien diversas, el bloque independentista no supera el 48% de los votos. Hay victorias democráticas, legítimas e indiscutibles, pero Catalunya sigue dividida y bloqueada. El debate político, al girar hacia lo nacional, genera trincheras de exclusión y de beligerancia de naturaleza prejuiciosa. Se mide el grado de catalanidad en función de quien habla y aquí se acaba la capacidad de escucha. Los debates ideológicos o programáticos, al centrarse en la gestión de los recursos, permiten geometrías variables.

Esta larga guerra de desgaste entre bloques -sin horizonte de resolución- está dejando profundas lesiones de confianza mutua y ha empezado a erosionar -aunque nos cueste admitirlo- nuestra convivencia, nuestra unidad nacional. La unidad civil es nuestra profunda patria. Y hoy, la patria íntima, está desgajándose. “Un sol poble”, proclamaba el PSUC con su poderosa maquinaria a pesar de la clandestinidad. Esta idea vigorosa por su capacidad de crear una indivisible conciencia social y nacional está hoy en peligro.

¿Es temerario pensar en una Catalunya a la belga? Una Catalunya donde la división lingüística, territorial y política van de la mano, acercándose a peligrosas --creo-- coincidencias de superficie. El resultado electoral del 21-D empieza a dibujar un escenario norte / sur más profundo del que parece, con consecuencias imprevisibles y que superan el marco mental del escenario conocido de metrópolis/interior.

Estas elecciones han sido estomacales. Se ha votado con preocupación, cansancio, resentimiento, ofensa, rabia, orgullo y malestar. Todos estos humores son más viscerales que racionales, por eso las opciones más serenas han retrocedido y se han mantenido con ligeros avances. El resultado anima a las partes a mantener prietas las filas para el próximo, estéril y pírrico nuevo combate político y electoral. El riesgo de que cada bloque quede replegado sobre sí mismo es tentador y confortable. Tanto como inútil. El empate permanente es el principio del fin.

Sin un pacto, ahora y aquí, entre todos, Catalunya puede entrar en la decadencia política y económica. La temeridad de los que todavía piensan en doblar el brazo a sus oponentes en un pulso desgarrador es un mal horizonte. Y plagado de contratiempos. Pero, lamentablemente, el miedo al pacto interior es mayor que el miedo al fracaso hacia fuera.

Este pacto de convivencia y progreso en Catalunya, de amplia base, es y debe ser la primera de las tareas. Los partidos y líderes catalanes deben de empezar a dar muestras de que han entendido el mensaje. Los ciudadanos les hemos devuelto la pelota. Hemos decidido, pero no hemos concluido. No hemos resuelto, con claridad, el desenlace del nudo. Es más, parece que lo hemos devuelto más fuerte. Los bloques son el pasado, la geometría variable debería ser el futuro. No podemos perder esta -última- ocasión antes de que lo irresoluble acabe por acostumbrarnos.