ANÁLISIS

La edad de la quincalla

Trump, en su discurso sobre seguridad nacional, en Washington, el 18 de diciembre.

Trump, en su discurso sobre seguridad nacional, en Washington, el 18 de diciembre. / periodico

Rosa Massagué

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No es ningún secreto que a Donald Trump le gusta el oro, ya sea el real o todo aquello que tenga aquel color. Su ascensor completamente dorado de la Trump Tower es toda una declaración ética y estética que no engaña a nadie. Desde las filas demócratas se dice con sentido más que crítico que tras la reforma fiscal querida por el presidente-magnate el país se dirige ahora hacia una ‘nueva edad dorada’, a una reencarnación de la vieja ‘edad dorada’ surgida después de la guerra de Secesión. La reconstrucción del país a finales del siglo XIX fue origen de fortunas colosales, pero también de enormes desigualdades económicas escondidas, en palabras de Mark Twain, bajo “una fina capa de oro”.

Pues eso es a lo que apunta la reforma fiscal. Sobre el papel la rebaja tributaria afecta a todos los contribuyentes, pero la realidad es que a quien comportará mayores beneficios será a los empresarios y a todos aquellos cuyos ingresos no proceden de un empleo, mientras que a los asalariados les tocará la pedrea impositiva. Según la Casa Blanca, la reforma hará crecer la economía, subirán los salarios y como la gente tendrá más dinero en el bolsillo, gastará más promoviendo una mayor productividad. Sin embargo con unas rebajas de vértigo, ¿cómo quedarán las arcas del Estado? ¿Cómo se van a financiar los servicios que son responsabilidad de la Administración?

Aunque las llamadas ‘reaganomics’, las políticas económicas de Ronald Reagan en los años 80, nunca se fueron, Trump les está dando una nueva vida agigantándolas, pero olvidando que aquel presidente llegó a la Casa Blanca anunciando y aprobando recortes fiscales, y acabó teniendo que subir impuestos porque las cuentas no cuadraban. Lo mismo le ocurrió a otro presidente republicano, a George W. Bush. Y ambos dejaron recortes sociales y un enorme déficit a sus sucesores.

La historia demuestra que estas políticas agrandan el abismo ya existente entre ricos y pobres, porque manifiestan un notorio menosprecio de las clases populares porque les roban coberturas sociales. Sin embargo, aquellas políticas forman parte del adn de la derecha y no solo en Estados Unidos. En América Latina, dos ejemplos recientes revelan la vigencia de aquellas teorías. En Argentina, el presidente Mauricio Macri ha logrado que se apruebe una reforma de las pensiones que las reduce en un 13% y rebaja las ayudas por discapacidad a millones de personas, entre ellas, a los excombatientes de la guerra de las Malvinas. En Chile, la rotunda victoria el domingo pasado del magnate Sebastián Piñera va en la misma dirección prometiendo la prosperidad individual.

La vida en la vieja ‘edad dorada’ estadounidense, concretamente, la de los ricos muy ricos, fue retratada magistralmente por una de ellos, por Edith Wharton, en su novela ‘La edad de la inocencia’ que después Martin Scorsese llevó a la pantalla. Quien retrate la de ahora ni siquiera encontrará un pulso artístico y una búsqueda de la belleza desde el elitismo de aquella clase pudiente. Lo que encontrará será quincalla y chabacanería. Como el ascensor de Trump.