LA PROMOCIÓN LITERARIA
Escritores al encuentro del lector
Hasta hace poco la imagen de un autor era la de alguien encerrado, rodeado de libros, en una habitación
Isabel Sucunza
Librera
He visto escritores pasando frío en el mercado del libro de invierno de hace un par de fines de semana. Pasaban frío, sonreían y atendían a sus lectores.
A todos, hasta hace bien poco, cuando pensábamos en los grandes de la escritura, nos venía una imagen típica a la cabeza: aquella de una persona encerrada en una habitación, sentada ante un escritorio, rodeada de libros, papeles y poca cosa más. Si nos parábamos y escarbábamos en el archivo mental, una vez superados los clásicos retratos que encontramos en las enciclopedias, libros de texto y casas-museo, llegábamos a las imágenes de escritores también, pero más curiosas. Está por ejemplo Edith Wharton presumiendo de perritos-hombreras en esa foto suya tan graciosa en la que se la ve con sus dos chuchillos encaramados a los hombros, a lado y lado de la cabeza; está también la de Faulkner tumbado a la bartola, la de Edward Gorey –permítanme citarlo como escritor– sesteando en el sofá rodeado de gatos o la de Pío Baroja con gorrito de dormir, bien arropado en el que acabaría siendo su lecho de muerte, departiendo con un Hemingway que le mira atento, cuadernillo y bolígrafo en mano, sentado en una silla a la cabecera.
De autores geográficamente más cercanos, hay por ejemplo aquella de Lamborghini (establecido ya en Catalunya, por eso digo más cercano) en su cama, en la que vivió y escribió los últimos años de su vida, o las imágenes televisivas de Quim Monzó con las orejas bien arropadas por unos cascos aislantes del sonido de esos que se usan en las obras de construcción o destrucción; y qué bonita metáfora que un escritor los utilice también para construir o destruir –a veces es necesario hacerlo– su obra particular.
Reflejar la intimidad del autor
Comparten estas imágenes que digo el hecho de ser fotografías o grabaciones hechas en la intimidad o que quieren reflejar la intimidad del autor del que se trate. Algunas de ellas –la mayoría- ni siquiera fueron tomadas para hacerse públicas. ¿Qué ha pasado desde entonces para que ahora, quien más quien menos, tenga un selfi con su escritor preferido en el momento en que le firmaba su última novedad?
La respuesta tecnológica es que ahora todo el mundo que lleva un móvil en el bolsillo, lleva una cámara fotográfica también. La humana o la profesional es que los escritores, desde hace unos años, se prodigan una barbaridad: salen a encontrarse con sus lectores en ferias literarias, a dar conferencias tras las cuales se les habilita un espacio para atender uno a uno a los asistentes que quieran quedarse a que les firme un ejemplar de su libro. Son accesibles también en redes sociales…
Los acertijos crucigrámicos de Màrius Serra
Que el escritor ha dado un paso buscando el acercamiento físico hacia el lector es un hecho. Piensen, por poner un ejemplo nostrat, en Màrius Serra. ¿Verdad que casi son capaces de escuchar su voz que les lanza uno de sus acertijos crucigrámicos y les anima enviarle la respuesta vía comentario en las redes sociales? También muchos podrán visualizarlo sentado, firmándoles un ejemplar de su última novela mientras, muy amable y entre risas seguramente, se interesaba por saber un poco más de quien quiera que sea el destinatario de la dedicatoria en cuestión. Si además ese Màrius Serra que ahora mismo recuerdan va con abrigo, está pasando frío y tiene al lado a Jenn Díaz, a Empar Moliner o a Tina Vallès, es que los están recordando a todos en el mercado del libro de invierno de hace un par de fines de semana, ese que hacen antes de Navidad, en el que coincidieron junto a muchos más.
El día de Sant y otras ferias callejeras tienen algo de ‘top manta’ para librerías y editoriales
Si Sant Jordi (el día, no el santo) y otras ferias callejeras tienen algo de top manta para editoriales y librerías –muestrario a precio más barato que el habitual expuesto a la intemperie en los mismos sitios que el resto del año ocupan vendedores de gafas de sol y bolsos de pseudodiseño–, para los escritores son la oportunidad de demostrar que son de carne y hueso; que son simpáticos, que pasan frío, que les gusta un halago y que están encantados de certificar –plantándole una firma en la primera página, que es como se certifican las cosas– que ese libro que usted acaba de leer y que tanto le ha gustado, efectivamente, o lo han escrito ellos o, al menos, lo suscriben (ojo: no digo que este último sea el caso de ninguno de los autores mencionados aquí).
La discusión sobre si todo esto, que encaja más con la actividad de promoción de los libros que con el hecho de escribir, es un trabajo que le corresponde al escritor daría para dos o tres artículos más. Ya hablaremos.
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