ANÁLISIS
¡Abajo la Primera República!
El mapa autonómico supuso una bofetada a la historia de los pueblos de España que algún día habrá de repararse para respetar el origen de las cosas y asentar el futuro
Jordi Mercader
Periodista.
JORDI MERCADER
Los demonios de la Primera República persiguen a los socialistas españoles. En cuanto oyen hablar de federalismo, se les aparece un holograma del 'Viva Cartagena' y el desorden cantonalista causante del fracaso de la Constitución de 1873.
De este miedo atroz al pasado nace la teoría federalizante del Estado de las autonomías, una autolimitación y una complicación para Miquel Iceta. Cada vez que el candidato del PSC quiere hacerse fuerte en el proyecto federalista como alternativa al secesionismo, aunque solo sea reclamando el consorcio tributario previsto en el Estatut, aquellos demonios toman cuerpo en los dirigentes regionales del PSOE y el lío está armado.
Federalistas y federalizantes
Los federalistas y los federalizantes se parecen como las vajillas de porcelana a las de duralex; las dos sirven para comer, aunque no es lo mismo. Al recuerdo republicano, se le suma, la fidelidad emocional del PSOE para con el Estado de las autonomías, del que se consideran padres junto con la UCD, y el horror a la asimetría. La asimetría estaba en la idea inicial; fue liquidada en los pactos autonómicos firmados por socialistas y ucedistas al poco de estrenada la Constitución, tras el susto de Tejero.
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La negación jurídica de la asimetría de la realidad ha resultado una mala opción, al menos desde la perspectiva de los territorios asimétricos. Las esperanzas de la federalización no pasaron del intento de Zapatero (la Conferencia de Presidentes autonómicos y un breve ensayo de presencia de las CCAA ante la UE) y no se plantearon seriamente la cooperación administrativa entre Estado central y autonomías ni el control del poder central por parte de las comunidades.
Fuera de la Carta Magna
El Estado autonómico queda lejos de una Federación real dado que las comunidades no pueden convertirse en auténticos estados, con sus constituciones, su poder judicial y su hacienda. Ya lo advirtió en su día Gregorio Cámara, constitucionalista y por unos meses diputado del PSOE: el modelo federal no está en la Constitución. Algunos de sus colegas creen verlo. Otros saben que sin una nueva carta magna, no habrá federalismo posible, sin perder de vista las dificultades del proyecto. ¿Los futuros estados federados podrían expresar su consentimiento a la creación de la Federación o el proceso se desarrollaría según la soberanía única?
El canon tradicional de soberanía es un inconveniente, sin duda. Tal vez se pudiera avanzar algo si se atendieran las sugerencias de quienes, como Cyr, proponen legitimar la Federación por los vínculos de lealtad de las partes o en desprenderse del soberanismo según Borel y abrazar la sovereignity anglosajona. El catedrático Arbós suele decirlo: más competencias exclusivas y menos música celestial.
Luego está el número de estados federados sostenibles. El mapa autonómico supuso una bofetada a la historia de los pueblos de España que algún día habrá de repararse para respetar el origen de las cosas y asentar el futuro. El federalismo no será un camino de rosas, pero la federalización se antoja una excusa para no andarlo.
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