Intangibles

Ciudades atractivas para un futuro sostenible

Que las ciudades se esfuercen en intentar atraer a empresas es algo positivo. Que intenten competir con otras ciudades bajando impuestos, no lo es

Visitantes de la edición del Mobile World Congress del 2016.

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Fernando Fernández-Monge

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La atracción de sedes por las ciudades está siendo un tema candente estos días, no sólo en España, sino también en Estados Unidos. Hace unas semanas Amazon anunció que está buscando una ciudad en la que prevé invertir 5.000 millones de dólares, dando el pistoletazo a una carrera entre las ciudades norteamericanas para seducir a Jeff Bezos, fundador de la compañía.

A estas alturas, todos hemos oído varias veces que la mitad de la población mundial vive en ciudades. Decir que vivimos, y viviremos, en un mundo cada vez más urbano es una obviedad. Lo que no está tan claro es cuáles serán esas ciudades en las que viviremos, y claro, ninguna se quiere quedar atrás.

Que las ciudades se esfuercen en intentar atraer a empresas, organismos públicos, turistas y trabajadores mejorando su calidad de vida, su infraestructura, sus servicios y su oferta educativa y cultural es algo positivo. Que intenten competir con otras ciudades bajando impuestos, no lo es. En primer lugar, porque lo que hace a estas ciudades atractivas son los activos que ya tienen, tales como la presencia de una universidad o la calidad de un transporte público que conecta viviendas con trabajos y ocio. En segundo lugar, porque reducir su base fiscal puede disminuir, precisamente, la capacidad de una ciudad para invertir en esos servicios que la hacen atractiva para empresas y trabajadores.

El argumento clásico a favor de la competición fiscal entre ciudades es que los ciudadanos se mudarán a aquellas que les ofrezcan el mejor nivel de servicios públicos al menor nivel de impuestos posible. Es decir, a aquellas más eficientes. Este modelo es excesivamente simplista, ya que ni la gente se mueve entre ciudades con esa libertad (mudarse implica costes) ni todas las ciudades son igual de atractivas (por el precio de la vivienda, la oferta de empleo, etc.). Esta capacidad de atracción de algunas ciudades tiende, además, a mantenerse estable a lo largo de la Historia.

Sin embargo, conviene no olvidar que ciudades como Nueva York, que ahora parecen imanes de empresas y “talento”, en los años 70 estaba sumida en una grave crisis fiscal y mucha gente la daba por muerta. Fueron en gran medida acciones políticas las que consiguieron reducir la inseguridad y mejorar la calidad de vida, dándole la vuelta a la ciudad. De hecho, Nueva York, más que bajar impuestos, los ha subido. No es casualidad que sea una de las pocas ciudades de Estados Unidos que tiene impuesto sobre la renta, y además uno de los más altos. Se lo puede permitir.

En vez de intentar competir contra la concentración en pocas mega-ciudades a base de recortar impuestos, el resto de ciudades deberían centrarse en mejorar servicios y condiciones para cultivar el activo más importante en la economía del conocimiento, el capital humano. Ciudades como Pittsburgh han conseguido salir renovadas de su pasado industrial gracias a la existencia de dos universidades punteras en la ciudad. Otras como Detroit, que no tienen instituciones de ese calibre, y cuyo aumento de la inseguridad generó una huida de población erosionando su base fiscal, aún no se han recuperado.

No hay que olvidar, sin embargo, que la atracción de estudiantes y profesionales, lo que Richard Florida llamó “clase creativa”, también puede ir aparejada de una mayor desigualdad. Por eso es tan importante que las ciudades no pierdan su capacidad de financiar políticas que mitiguen el posible impacto de estas transformaciones en colectivos vulnerables. Atraer sedes hipotecando el futuro suena a pan para hoy. Invertir en calidad de vida sin perder capacidad fiscal será clave para evitar el hambre de mañana.