Órdago independentista
República catalana
La sociedad civil catalana está suficientemente trabada como para hacer imposible la gobernación autoritaria a distancia
Enric Marín
Periodista y profesor de la UAB
ENRIC MARÍN
El jueves Rajoy tuvo ante sí lo que, de manera cursi, ahora se llama "una ventana de oportunidad". Tras días de mediación y de presiones fortísimas sobre el president Puigdemont, se abría un escenario de negociación concreto: no formalización de la declaración de independencia, elecciones y retirada del 155. Si Rajoy hubiera aceptado públicamente el pacto, habría conseguido romper la unidad política y social del soberanismo, al tiempo que ganaba credibilidad ante la opinión pública internacional. Es decir, habría ganado. No por 10 a 0, pero habría ganado al precio de pactar. Pero no.
La cultura política del nacionalismo español hegemónico necesita humillar. Entre las 10 de la mañana y las 3 de la tarde de ese día Puigdemont recibió señales suficientemente claras y bastante directas de que la mediación de Urkullu (conocida por Juncker) no tenía ningún aval firme del otro lado. Albert Rivera, compitiendo con el ala más dura del PP, quería rendición. Rajoy pudo abrazarse al PSOE, tomar el atajo y la iniciativa política gestionando el pacto. Sí, pero no habría sido él. Definitivamente, este hombre es más previsible que la lluvia de primavera.
Y en las horas siguientes las líneas de fuerza electromagnéticas se han modificado. El fracaso de la mediación ha endurecido la posición del bloque dinástico, pero también ha renovado y reforzado la cadena de complicidades en el bloque soberanista catalán. La represión anunciada todavía la vitaminará más. Y la proclamación de la república catalana tiene unos efectos demiúrgicos que la política española parece ignorar. Es cierto que, aplicado el 155, la Generalitat no podrá garantizar el control del territorio y de las estructuras de Estado.
Un artículo inaplicable
En un primer momento, tampoco habrá reconocimientos internacionales de la nueva república. Todo es altamente incierto. Pero guste o no, Catalunya es una nación. La sociedad civil catalana está suficientemente trabada como para hacer imposible la gobernación autoritaria a distancia. En resumen, en su literalidad, el 155 es inaplicable y los intentos de hacerlo efectivo pueden tener unas consecuencias insoportables para la estabilidad política y económica.
Por eso Rajoy ha convocado elecciones inmediatas. El papel es muy sufrido, pero aunque los abogados de Estado travestidos de políticos decreten que el sol sale por el oeste, las leyes de la física son rematadamente tercas. La cartografía del momento político es muy compleja. Donald Tusk ha puesto límites estéticos en la represión y Mario Draghi afirma que "la crisis catalana es significativa". En definitiva, la política represiva del gobierno Rajoy en Catalunya ya es una amenaza real para la estabilidad del euro.
Ante la sociedad catalana, España se presenta como un gigante. Pero, como el gigante Goliat, tiene tobillos de cristal, psicomotricidad rígida y visión enturbiada. Su fuerza se fundamenta en la representación ostentosa de poder y en el miedo del adversario. Comunicación simbólica intimidatoria. Pero, en ausencia de miedo, el gigante es vulnerable más allá de la apariencia. Activando el artículo 155, el bloque dinástico ha liquidado el régimen del 78. Catalunya ya es republicana.
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