ANÁLISIS
Fuerzas centrífugas en alza
Jesús A. Núñez Villaverde
Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).
Jesús A. Núñez Villaverde
Ya es un clásico, siguiendo al eminente geógrafo estadounidense Richard Hartshorne, ver al Estado como el resultado de un equilibrio dinámico entre fuerzas centrípetas (cohesivas) y centrífugas (divisivas), en el que solo si prevalecen las primeras es posible que perdure. Aplicado tanto a la UE como a sus miembros, esa tensión es permanente y se equivoca quien crea que tiene garantizada 'sine die' la solidez de los lazos que unen a millones de personas con tan diversos intereses.
Por eso, como ahora acaban de mostrar Lombardía y Véneto, en cuanto disminuyen las fuerzas centrípetas --sea por un colapso violento, un debilitamiento de valores compartidos o una crisis económica-- se hacen presentes con fuerza inusitada las dinámicas secesionistas aun dentro de las democracias más consolidadas. Dinámicas que, en un suicida "sálvese quien pueda", se alimentan tanto de la desorientación que genera una globalización destructora de las señas de identidad tradicionales, como del inevitable vaciamiento de los estados nacionales, superados por dinámicas transnacionales (fundamentalmente económicas). Dinámicas que algunos utilizan espoleando los instintos tribales para, rayando en el racismo más ramplón, cebar el ego más espurio con una pretendida superioridad genética, haciendo creer a sus víctimas que solo se está mejor y que es posible volver a "ser dueños de nuestra casa", sin entender que cuanto más pequeños seamos más indefensos estaremos ante procesos que florecen precisamente gracias a la debilidad de los estados.
El 'brexit'
En el caso de la UE puede servir el 'brexit' como ejemplo de abandono de un barco que todavía no ha llegado a puerto. Perdida la oportunidad histórica de un Tratado Constitucional que pudo servir para completar la necesaria unión política y agobiados por una crisis económica sistémica, un desvariado David Cameron despertó una desnortada ensoñación imperial que hizo creer a los británicos que podrían recuperar la grandeza pasada e incluso vivir mejor fuera del más exclusivo y seguro club del planeta. Un despropósito que puede contaminar a otros si se sigue presentando a Bruselas como la bruja mala del cuento y si el euro no termina de ser sinónimo de bienestar para todos.
Por su parte, en el marco estatal la esencia de esa deriva está en el burbujeo que provoca un populismo de nuevo cuño, al que se apuntan no solo los perdedores de la globalización sino también los enriquecidos por ella, en un gesto de insolidaridad que quiebra la esencia de todo contrato social. En este contexto lo pequeño- llámese Catalunya, Escocia, Euskadi, Flandes o la Padania, zonas ricas por demás- puede ser bello, pero no es útil para hacer frente a los desafíos, riesgos y amenazas con las que nos toca lidiar en un mundo tan desigual e irreversiblemente global. El cemento que nos unirá no puede ser la represión de cosmovisiones distintas, sino la capacidad para garantizar el bienestar y la seguridad de todos en un marco de convivencia anclado en valores e intereses compartidos.
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