Opinión | Editorial

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Rajoy activa un 155 duro

El diálogo político dentro de la legalidad es la única salida posible de la gran crisis generada en Catalunya

Rajoy y Puigdemont

Rajoy y Puigdemont / jma

El choque de trenes era esto. La deriva unilateral del Govern encabezado por Carles Puigdemont,  plasmada en las aciagas sesiones parlamentarias del 6 y el 7 de septiembre, el referéndum del 1-O suspendido por el TC y la asunción de sus resultados,  ha dado como fruto la aplicación del artículo 155 de la Constitución por parte del Gobierno con el apoyo del PSOE y de Ciudadanos. Más allá de las raíces profundas del conflicto político,  el Govern y la mayoría que le da apoyo en el Parlament (Junts pel Sí y la CUP) han colocado a Catalunya fuera del ordenamiento constitucional y estatuario y, en un mes de vértigo, han creado una crisis que amenaza con devorar 40 años de paciente construcción del autogobierno de Catalunya. El objetivo del Gobierno, en palabras de Mariano Rajoy, no es suspender el autogobierno de Cataunya, sino devolver a las instituciones catalanas a la legalidad. Para ello ha preparado un duro paquete de medidas que ahora debe ser refrendado por el Senado. 

La intervención decidida  en el Consejo de Ministros contempla la destitución del presidente de la Generalitat, y del Govern en pleno y la limitación de poderes del Parlament. Cada ministerio pasará a gestionar las conselleries y tendrá poder de veto sobre las decisiones que tome el Parlament. Rajoy se arroga la potestad del president de la Generalitat de convocar elecciones en un plazo máximo de seis meses, siempre y cuando así lo considere, ya que la intervención podrá ser prorrogada. Otras medidas incluyen obligar a los medios de comunicación públicos a emitir «una información veraz, objetiva y equilibrada, respetuosa con el pluralismo político, social y cultural» y medidas disciplinarias -laborales  y  penales- contra los funcionarios que desobedezcan.

El artículo 155 es un mecanismo de autodefensa de la Constitución y, como tal, la intervención decidida ayer por el Consejo de Ministros forma parte del ordenamiento constitucional del Estado. Ahora bien, su desarrollo y alcance responden a una decisión política, y en este sentido el paquete decidido por el Gobierno dista de ser la intervención quirúrgica y puntual de la que se hablaba días atrás. Esta dureza se explica en parte por la voluntad de evitar que se repitan algunos de los desmanes de las últimas semanas: rebeldía ante las sentencias del TC,  destinar fondos públicos al proyecto independentista, la tibieza de los Mossos d’Esquadra en la aplicación de disposiciones judiciales o la emisión de propaganda independentista en los medios públicos.

La aplicación práctica de la intervención se antoja muy compleja (por ejemplo, en las funciones del Parlament, la labor de control del Gobierno, la situación de los funcionarios, y el papel de los medios públicos), y cabe confiar en que la tramitación en el Senado sirva para suavizar las aristas más afiladas. Pero no cabe llamarse a engaño: el golpe que al autogobierno de Catalunya implicaría la aplicación del 155 es socialmente muy doloroso y políticamente incierto. Ayer, decenas de miles de personas se manifestaron en la calle, en la primera muestra de una repulsa que será firme y numerosa. La encuesta que publicó el sábado EL PERIÓDICO muestra que la mayoría de los catalanes se oponen tanto a una declaración de independencia como al 155.

Ninguna de las dos dos cosas ha sucedido aún. Ese es el único clavo ardiente de esperanza al que cabe agarrarse en momentos tan aciagos. En su discurso institucional, Carles Puigdemont fue muy duro con Rajoy, y anunció que convocará al Parlament para decidir la respuesta al Estado y «actuar en consecuencia». Para que el artículo 155 entre en vigor es necesaria una tramitación de varios días en la Cámara Alta. Nada irreparable ha ocurrido aún, pues, más allá del daño ya infligido. Más que nunca es el tiempo de la grandeza y la responsabilidad, de encauzar por la vía política un conflicto que ya está desbocado. El regreso de las instituciones de la Generalitat a la legalidad y que, por tanto, el artículo 155 no entre en vigor, es hoy la única hoja de ruta posible, y cabe exigir  a nuestros dirigentes  que se apliquen a ello, por el bien de todos.