ANÁLISIS

Todas las vidas del Gato

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Miqui Otero

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Hay música para disfrutar la vida y hay música, también, para entenderla. Hay canciones que pulsan una ciudad y otras que la encienden y otras que incluso la explican.

Hay pocas Barcelonas tan exuberantes, tan ricas en su contradicción, tan abiertas y bellas, como la del Gato Pérez. Uno suele criticar en exceso o caer en el panegírico baboso cuando habla de lo más cercano. Por eso suele ser tan necesario que alguien venga de fuera con sus gafas no empañadas para mirarlo.

Este gato argentino llegó a una Barcelona franquista de pajilleras en los cines y de grupos que se abrían a nuevas músicas, sangrando al rasguear con los dedos guitarras españolas que habían quintado con cuerdas de eléctrica. Aunque en realidad se apellidaba Patricio, no pertenecía a esas familias de negreros que habían viajado entre Barcelona y América para enriquecerse con esclavos. Había recorrido esa ruta, sí, pero para enriquecernos importando ritmos que importan.

La caída del caballo

Todo el mundo sabe que algo no ha pasado en Barcelona hasta que lo cuenta Marcos Ordóñez, ese sabio cómico y grave, y ha sido él, con su voz de interludio de tubas en el parque y de programa vespertino en la radio de la cocina donde se baten huevos para la tortilla, quien mejor ha escrito sobre el Gato. Decía en su biografía que el Gato era un Saulo buscando su Damasco. Porque el Gato, verso en la calle, músico loco, tuvo su particular caída del caballo con la rumba cuando escuchó a unos gitanos de Gràcia tocando todas esas canciones que él con tanto esmero había estudiado. Un género que luego ignorarían los ignorantes por porrompompero, que para muchos era solo pavesa antes de encenderse en el pebetero de Montjuïc.

El Gato era la curiosidad que no mata, sino que vigoriza, y la intuición eudita y la agilidad estilística

Ahora que músicos y escritores viven segregados (los falsos malditos con tez de servilleta de bar y los cínicos académicos de piel MacBook Air) es bueno pensar en que el Gato era la curiosidad que no mata, sino que vigoriza, y también la intuición erudita y la agilidad estilística y las 7.000 vidas. Era, en definitiva, "atalaya, biblioteca y calle". O, en palabras de ese escritor barcelonés que tanto lo conoció y que me lo descubrió a mí (aunque eso, como diría el oráculo de Queralbs, 'avui no toca'), elevación, elegancia y entusiasmo.

Sabe el gato ronronear en las alfombras de pisos regios y también buscar espinas en el adoquín. Sabe, por tanto, narrar una ciudad gitana, hechicera, incluso poderosa, pero también privatizada, ensimismada y pequeña. Fue él quien la ventiló no integrando institucionalmente a los gitanos, sino aprendiendo de ellos en la plaza, y quien cantó a los negros del Maresme y al neón preolímpico de pubs que no pisé.

Como el Gato de Cheshire en 'Alicia', sonrió tanto y tan bien, que su sonrisa completó el giro de 360 grados y desapareció, pero jamás, nunca pero nunca nunca, debe quedar distante en el recuerdo, perdido en la memoria. Fue, en definitiva, quien entendió que esta música, esta rumba de Barcelona nacida de Cuba y de un gitanito, era nuestra y solo nuestra; que estas calles, sabor de barrio, tesoro antiguo, eran nuestras y tan nuestras; que esta ciudad, hoy golpeada, es más nuestra que nunca y tan de todos como siempre.

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