ANÁLISIS

La calle U

Universitarios y residentes de Charlottesville marchan en la vigilia por la manifestante atropellada por un simpatizante neonazi, el 16 de agosto.

Universitarios y residentes de Charlottesville marchan en la vigilia por la manifestante atropellada por un simpatizante neonazi, el 16 de agosto. / periodico

Joan Cañete Bayle

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Estados Unidos es un país con un fuerte componente racista. Lo dice la historia (desde la esclavitud hasta la segregación que en ciudades como Washington DC se mantuvo hasta bien entrada el siglo XX), lo reflejan los datos (en cualquier indicador social, desde la sanidad hasta la educación o el uso de internet, la población negra tiene peores indicadores que la blanca), se nota en la calle, no hace falta viajar al Misisipí: en el metro en Washington, en la grada de los partidos de béisbol, en la consideración social de las estrellas de la NBA, en las relaciones entre hispanos y negros, en el mapa electoral, en las campañas electorales, en las redes sociales, en los medios de comunicación. En la capital, la calle U era la frontera entre el Washington blanco y el negro durante la segregación, el lugar que ardió cuando Martin Luther King fue asesinado. Hoy, aunque legalmente abolida, esa frontera sigue en vigor no solo en Washington, sino en todo el país, partido por una enorme cicatriz no por invisible menos presente, una gigantesca calle U mental, sentimental y tan inexpugnable como el muro que Donald Trump dice que quiere construir en MéxicoDonald Trump .

Hace nueve años, parte de Estados Unidos decidió que quería vivir una ensoñación colectiva. Barack Obama ganó las elecciones con su mensaje de esperanza y cambio, con el apoyo de millones de electores (muchos de ellos jóvenes) de todo tipo y condición, también racial. Muchos analistas declararon el advenimiento de la política posracial, otros tantos medios decretaron que el sueño de Luther King por fin se había consumado, que el país estaba listo para que el color de la piel no fuera un factor. De los grandes momentos que tuvo la campaña de Obama, uno de los mejores fue sin duda su discurso sobre la raza en Filadelfia. Emocionante, inteligente, ‘Obama at his best’.

Derechos de los negros

Pero elegir una ensoñación colectiva no la hace realidad. Para llegar a la Casa Blanca primero y gobernar después Obama tuvo que alejarse cuanto pudo de la imagen de activista por los derechos de los negros, huir del espantajo del ‘angry black man’ pese a que sobran los motivos  para estar enfadado. No hay una sociedad posracial en Estados Unidos, ni nada que se le asemeje. En este aspecto, como en tantos otros, Obama es ya mejor expresidente que presidente, como su tuit tras los sucesos de Charlotesville demuestra.

En su extraordinaria (y triste, y desoladora, e indignante) novela ‘The underground railroad’ (que narra la huida sin esperanza de una esclava negra de una plantación del sur de Estados Unidos), el escritor Colson Whitehead reproduce anuncios de recompensa de esclavistas. “Escapó del que esto suscribe (…) una chica negra  que responde al nombre de Lizzie (…) Ofrezco la recompensa de 30 dólares por la entrega de la negra o por información (…) Considérense advertidos de acoger a la chica, bajo el castigo que prevé la ley”. Firma el anuncio W. M. Dixon, 18 de julio de 1820. Que se sepa su nombre.

Bandera confederada

La bandera de la confederación (empuñada a menudo bajo el eufemismo de derechos de los Estados ante el Gobierno federal) es la enseña de los Dixon de entonces, los que después combatieron en la guerra civil, los que más tarde se encapucharon con las sábanas del KKK y aquellos que hoy se sienten con bastante fuerza como para salir del sumidero de Estados Unidos en el que siempre han estado. No hay un solo Estados Unidos, sino muchos, una permanente contradicción presente desde su propio nacimiento, cuando coincidieron la declaración de los derechos del hombre y la esclavitud. Y uno de ellos siempre fue, y sigue siendo, profundamente racista. Supremacista. Blanquísimo.

Hoy uno de los suyos habita en la Casa Blanca. No es la primera vez. No es aventurado decir que no será la última. Charlottesville es una llamada de atención. Ni el sueño de Luther King se cumplió, ni Obama implicó el advenimiento de una sociedad posracial. Los derechos se lucha primero para conquistarlos y después se sigue combatiendo para no perderlos. Porque siempre habrá Dixons que intentarán capturar a las Lizzie que han huido en busca de la libertad.

Trump es muchas cosas: una desgracia, un deshonor, un bochorno. También es el reflejo de la enorme crisis en la que se encuentra Estados Unidos, no solo social, no solo racial. Y es un peligro para el mundo, empezando por el propio Estados Unidos. Pero también es una llamada a la acción, un llamamiento a la calle. Tiene razón Trump, hubo dos bandos en las calles de Charlottesville. Y hay que elegir, no hay grises en esta elección. Trump, esa es su vergüenza, ya lo hizo.