Las expresiones de la cultura

El arte como bobada

Al contrario que en la época de los trovadores, hoy la regla no es lo habitual sino lo extremo

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EUGENIO GARCÍA GASCÓN

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Rebuscar lo más original o insólito no es una característica exclusiva del arte contemporáneo. Siempre ha existido un prurito por épater, como dicen los franceses, o sea por deslumbrar, confundir o dejar pasmado. Se pueden hallar tendencias semejantes en todas las épocas. Un ejemplo claro lo tenemos en la lírica provenzal, donde en ocasiones los trovadores medievales trataban de asombrar a sus oyentes creando realidades muy singulares. Un vate de la Provenza inventó la rima fénix, que se utilizaba para cautivar la atención del auditorio mediante poesías compuestas con versos que terminaban con una rima que carecía de otras rimas similares en la lengua. Una muestra de rima fénix es precisamente la palabra fénix, que era imposible rimar con ninguna otra, y se hacía así con cada uno de los versos del poema.

Esto requería un enorme esfuerzo del trovador, similar al que hoy realizan numerosos artistas. En Jerusalén, hace unos años, conocí a un artista, que ahora es profesor en la reputada Escuela Bezalel, la más prestigiosa de la ciudad y seguramente de Israel, que se paseaba con una cajita de tarjetas de visita en las que figuraba su nombre y su número de teléfono, y debajo había escrito: «Emergencias culturales. Veinticuatro horas». Cuando entregaba la tarjeta explicaba que se le podía llamar a cualquier hora del día o de la noche. No quedaba claro qué podía ser una «emergencia cultural», pero si alguien la tenía a las cuatro de la madrugada le llamaba y él lo reconfortaba.

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En tiempo de los trovadores, ese tipo de arte era algo casi marginal y anecdótico. Hoy, en cambio, se ha convertido en habitual y está presente en las distintas corrientes. Esta puede ser una diferencia fundamental del arte de nuestra época con respecto a otras. Los mencionados trovadores tenían que adaptarse a unas reglas poéticas bastante rigurosas y solo algunos poetas perseguían lo extremo. Hoy, al contrario, la regla no es lo habitual sino lo extremo, y el artista se devana los sesos durante semanas, meses o años antes de plasmar su idea y entregársela al público. A menudo la recompensa y satisfacción llegan cuando el público sonríe ante el ingenio o la picardía del autor y la sutileza de la obra en cuestión.

Hubo un tiempo en que el artista trabajaba imitando y al servicio de la nobleza, luego lo hizo para la burguesía, y hoy su receptor más frecuente es el pueblo llano. Incluso las obras artísticas convencionales expuestas en los museos que proliferan por todas partes se exhiben para el pueblo. Esto ocurre todavía con más razón entre los nuevos artistas, para quienes ya hace mucho que la imitación ha dejado de ser característica primordial. Hace poco, leyendo Los pensamientos de Pascal, publicados en 1669, o sea bastante antes de Goya, me encontré con esta observación que anticipa lo que ha ocurrido desde principios del siglo XX: «¡Qué bobada que la pintura suscite admiración por su parecido con cosas que al natural no admiran en modo alguno!». Ya no es así. El arte figurativo es cosa de artesanos.

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