Conxita Alemany: «Me he desvivido por enseñarles, de corazón»
Costurera altruista. Ha enseñado los secretos del corte y confección a varias generaciones de mujeres en Vic.
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
OLGA MERINO
Hasta el año pasado, con 92 años, Conxita Alemany Bonvehí (Vic, 1924) estuvo en activo. En los últimos tiempos, enseñaba a coser en el Casal Claret de la capital de Osona.
-Mi madre no quería que jugara en la calle. Éramos 11 hermanos, y como yo era la mayor de las chicas, me tocaba hacer más tareas de la casa. Mi madre, la pobre, ya tenía otros quebraderos de cabeza con la tienda.
-Entonces no había lavadora ni mocho.
-Uy, qué va. Íbamos al lavadero público y fregábamos los suelos a rodilla, con salfumán si hacía falta. ¿Guantes? ¡Si no había!
-¿Y la costura?
-Pues eso, como no salía a jugar entre semana, me quedaba en casa haciendo puntes de coixí y ganchillo. ¡Me gustaba tanto! Antes de la guerra, a los 12, ya empecé a estudiar corte y confección con la profesora Elvira Arús.
-Enseguida encontró trabajo.
-Como hubo tantas penurias después de la guerra, el ayuntamiento de Vic montó, en 1943, una escuela de adultos nocturna. Las mujeres trabajaban por las mañanas en las fábricas y por la noche venían a la escuela, donde me contrataron como maestra. Pero, fíjese, al principio de profesora de plancha.
-¿Ah, sí?
-¿Sabe por qué? Antes se llevaban los vestidos y delantales con volantes y había que almidonarlos con la plancha de carbón.
-Y luego toda la vida enseñando a coser.
-Toda. En ese mismo centro, la Escuela del Hogar que le llamaban, enseñé a las chicas que venían a hacer el Servicio Social. Luego estuve en la Escola Balmes y en Cáritas, de voluntaria.
-También daba clases en su domicilio.
-Venían muchas chicas a casa. Muchas. No sé, habré enseñado el corte a centenares. En un día, podían pasar 70 por turnos.
-Caramba.
-Ahora vivo en Folgueroles, pero antes, mi casa de Vic de toda la vida era muy grande; juntábamos todas las sillas para las clases y, aun así, mi marido tuvo que encargar al carpintero 20 taburetes.
-Sus exalumnas la aprecian mucho.
-Yo las he querido a todas. A las magrebís, a las africanas, a las gitanas, a las castellanas, a las catalanas...
-Y parece que ellas a usted.
-Mire, yo me he desvivido por enseñarles, de corazón, con toda la estimación. Si veía que alguna se quedaba atrás, no dejaba que se arrinconara, iba y le preguntaba, «¿qué te pasa?». Debían de quererme, sí.
-Los afectos suelen ser recíprocos.
-Una tarde, las marroquís trajeron cuscús. Yo no lo había probado en mi vida; dije que no tenía hambre y comí un poco por no hacerles un feo. Luego, me dieron té a la menta, y eso sí me encantó. Como vieron que me gustó tanto, me lo traían cada día.
-Aparte, tenía sus encargos de modista.
-Y tanto. Abrigos, vestidos de novia, lo que se imagine. Ahora todo se compra hecho pero antes no; en la posguerra, como había tanta necesidad, cuando el paño de abrigos y trajes estaba muy desgastado, los desmontábamos y girábamos la tela.
-También ha hecho trajes para gegants.
—Sí. Mire [muestra una foto], solo esta manga de terciopelo mide tres metros, y tenían que sostenérmela para que yo pudiera pasarla por la máquina… También, vestidos para santos de las iglesias y mares de Déu. Ahora he perdido mucha vista.
—Más la casa… ¿Cuántos hijos tuvo?
—Siete. ¡Y todos varones! A veces, cuando lo pienso, me digo que no sé cómo pude con todo. Y sin ayuda. No sé; dormía poco. ¿Y sabe una cosa? También he enseñado bailes tradicionales catalanes.
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