Una trampa ingeniosa

El coste del tiempo

Hoy que sabemos con precisión y en todo momento la hora exacta, el tiempo se nos escapa de las manos

Puerto de Barcelona

Puerto de Barcelona / periodico

RAMON FOLCH

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Los talleres de Morez y Morbier, en el Francocondado, colmaron de relojes la Europa del siglo XIX. Cualquier masía catalana, por ejemplo, tenía su ratera, aquellos relojes de péndulo simple, con un par de pesas que accionaban maquinaria y campana, contenidos en coloridas cajitas cúbicas que explican su denominación popular. En las casas de mayor rango estaban los Morez de péndulo solemne, metidos en altas cajas de madera policromada provistas de cristales que dejaban ver el balanceo del péndulo y la esfera del reloj. Por culpa de rateres y Morez, el reloj del campanario, único en los pueblos hasta el siglo XVIII, perdió relevancia. Después llegaron los relojes de bolsillo y la hora se convirtió en un asunto personal. Y luego los relojes de pulsera, primero de cuerda, más tarde automáticos y finalmente de cuarzo, baratos y exactísimos. 

BANALIZACIÓN DE LA EXACTITUD

La banalización de la exactitud horaria es hoy en día absoluta. Incluso hay quien prescinde del reloj porque su smartphone o cualquier panel callejero ya le dan la hora. Pero ahora que sabemos en todo momento qué hora es, el tiempo se nos va de las manos. Cinco minutos de retraso nos desatan los nervios. Como decía aquel africano: "Vosotros tenéis reloj, nosotros tenemos tiempo". Por eso aprecio tanto el viejo Morez que tengo en casa: hace 150 años que no lleva prisa. Su tictac blando y acompasado me acompaña sin interferirme. Se toma su tiempo para marcar el paso del tiempo. Pero sus tranquilas horas de pausado engranaje tienen los mismos 60 minutos que las atribuladas horas modernas de nervioso cuarzo vibrador. 

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"El tiempo es oro", sentencia el dicho. A medida que hemos aprendido a medirlo con exactitud creciente, su valor se ha ido incrementando. Tanto, que ha entrado en la rueda de astucias externalizadoras propias de este decrépito modelo económico en el que aún vivimos. Algunos han descubierto que pueden transferir a las cuentas de explotación de sus usuarios ciertos costes que hasta ahora tenían que internalizar en los suyos. Es una trampa ingeniosa, pero trampa al fin. Especialmente exitosa ha sido la estrategia de un proveedor de muebles desarmados, cuyos imbatibles precios le han convertido en el dueño del mercado. Vende muebles más baratos que nadie porque ahorra costes de almacén, de transporte y de montaje. El comprador los asume sin acabar de percatarse de ello. Los quebraderos de cabeza llegan a la hora de acarrear bultos y de montar el mobiliario. Sin embargo, hay que admitir que ese proveedor, doblado de fabricante, ofrece otras ventajas adicionales: buen diseño, minimización del tiempo de servicio, escaparate fantástico, etcétera. 

EL CLIENTE, CONVERTIDO EN OPERARIO

No es el caso de otros proveedores. La mayoría de empresas de servicios básicos (teléfono, energía, etcétera) han sustituido sus oficinas de atención al cliente por contestadores automáticos cuyo coste de llamada corre a cargo del cliente. Es decir, que te atiende una máquina, pierdes tu tiempo y encima pagas. Consiguen una interfaz neutra contra la que no puedes pelearte y se ahorran un montón de salarios. O sea, otra manera de externalizar costes a costa de tu tiempo y de los importes telefónicos que pagas tú. Algunos mejoran el sistema convirtiendo al cliente en operario suyo sin cargo. La avería en el servicio de teléfono, internet o televisión por cable, por ejemplo, puede conllevar que tengas que desplazarte a por el descodificador o el router e instalártelos tú mismo. 

UN GRAN ENGAÑO PROCESAL

Dedicamos una parte no desdeñable de nuestro tiempo a efectuar labores externalizadas por terceros que, en cambio, nunca olvidan pasarnos su factura. Cuanto más se generaliza este sistema, más mejoran las cuentas de explotación del proveedor y menos nos indigna tal práctica irregular. Hoy día, todo el mundo compra los billetes de avión o de tren por internet (en el momento que más le conviene, cierto es) y hasta saca desde su casa las tarjetas de embarque, lo que simplifica el trabajo de las compañías aéreas. De nuevo es el usuario quien genera ahorros en el proveedor. Para colmo, se priva de equipaje para no tener que facturarlo (ya sale de su casa con la tarjeta de embarque en la mano), lo que también mejora las cuentas de la compañía aérea. 

No se me escapan las ventajas de esta autogestión. Pero constato que se deben a la erosión de los grados de disponibilidad del tiempo privado del cliente. Es un engaño procesal de considerables proporciones. Podríamos usar nuestros relojes exactísimos, incluso los viejos Morez o rateres, para medir su precisa dimensión. Nos pasmaría.