Esclavos del culto al Yo

La política narcisista

En esta sociedad de burbujas autoreferenciales, de bucles emocionales, de cápsulas fragmentadas... la política se convierte en un selfi permanente

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Antoni Gutiérrez-Rubí

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Es tiempo de narcisos. Florecen ahora, en primavera. Los narcisos tienen muchas variedades, pero la más conocida es el narcissus poeticus (narciso de los poetas). Una flor muy utilizada en la fabricación de perfumes por la intensidad de su olor. Inspiracional y embriagadora, debe su nombre a Narcissus, joven de la mitología griega, caracterizado por su belleza. 

El poeta Ovidio escribió, en la versión romana de la mitología griega, que Narciso era un joven hermoso y muy atractivo, el cual rechazó el amor de la ninfa Eco. Fue castigado por su soberbia y obligado a admirar, permanentemente, su propio reflejo en un arroyo. Cuando lo acariciaba en el agua, este se desvanecía. Su culpa era su castigo. El joven, preso de la desesperación por no poder saciar su propia admiración, se suicidó. Incapaz de amar a otras personas al enamorarse de su propia imagen, sucumbió a su propia frustración. 

El concepto de «narcisismo» fue reinterpretado por Freud, quien lo describió como un trastorno caracterizado por los comportamientos egoístas de las personas obsesionadas en ser reconocidas socialmente. ¿Es posible que exista una política narcisista? Sí. Como también es posible que los políticos narcisistas protagonicen, en parte, la vida pública contemporánea. 

EL RECONOCIMIENTO DE LA FALSA RECIPROCIDAD

Quizá, también, es que vivimos en una sociedad narcisista, en la que el onanismo individualista del Yo busca, sin consuelo, el reconocimiento de la falsa reciprocidad. En esta sociedad de burbujas autoreferenciales, de bucles emocionales, de cápsulas fragmentadas… la política se convierte en un selfi permanente. Líderes que nos ofrecen autoayuda en lugar de objetivos, placebo en lugar de retos, ilusiones en lugar de compromisos. Soluciones fáciles, populismo de espejo. 

Esta visión narcisista del liderazgo, tan embriagadora como incapaz, nos propone amarnos a nosotros mismos, en una especie de repliegue autárquico y egoísta. Frente a esta oferta de reclusión interna, la tentación de la resistencia estética emerge como la otra cara del narcisimo que dice combatir. Una resistencia de exhibición que se gusta, hecha para gustar, que vive de los #megusta en las redes. Una resistencia que prefiere el placer de lo puro, al dolor del pacto y del compromiso. La política atrapada entre espejos. Tan bella como estéril. Tan hermosa como irrelevante.

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La resistencia narcisista no puede combatir la política narcisista. La alimenta, aunque sea involuntariamente. Necesitamos otra cultura política capaz de liberarse –y de liberarnos– de la necesidad de gustar y gustarnos. El efecto #megusta en política nos reduce al cortoplacismo, a lo táctico, a lo estético, a lo espasmódico. Características diametralmente opuestas a una política transformadora que solo es posible conseguir –y desarrollar– con compromisos y acuerdos, con esfuerzos y retos. Una política de medios y largos plazos, estratégica, ética y constante. Una política radical y no superficial. 

ESTÍMULOS EMOCIONALES

Corremos el riesgo de que la aceleración fragmentada convierta la política en un trailer, tan sincopado como efectista, donde la opinión se convierta en una pura impresión. Javier de Rivera, coeditor de 'Revista Teknokultura', exploraba un análisis sociológico del #megusta y los corazones de Twitter (en relación con la reciente sustitución de los Favs por corazones en esta red). Y afirmaba: «Cuando estas aplicaciones facilitan la recepción de estos refuerzos positivos sentimos un importante estímulo emocional»; al tiempo que advertía, también: «la mecanización y la virtualidad no-comprometedora del refuerzo positivo están pensados para generar espacios sin roce, interacciones sociales sin sociedad, redes sin comunidad». La interacción en Twitter experimentó, por ejemplo, un incremento del 6 % desde que introdujo los corazones. A la vez que el odio crecía en esta misma red. ¿Paradójico?

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El doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Oxford, Víctor Lapuente, se alarma y se pregunta: «Dios ha muerto, Marx ha muerto, pero el Yo está más vivo que nunca. ¿Nos hemos emancipado, entrando en un periodo de política pragmática… o hemos caído esclavos del culto al Yo, abriendo una era de política narcisista?» Todavía, creo, no sabemos la respuesta a su pregunta. Pero sí que empezamos a descubrir –y a temer– que quizá la sociedad líquida tiende a ser gaseosa y que la política líquida es un espejo, como en el que se veía reflejado Narciso. 

Cuando la política se declina en primera persona del singular (Yo) y no en la primera del plural (Nosotros), lo que triunfa es la antipolítica.