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Esconded vuestro dinero en los libros

Un piso robado en Barcelona.

Un piso robado en Barcelona. / periodico

MIQUI OTERO

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Cuando nos debatíamos entre leche merengada y cítrico en la heladería de nuestra calle no sabíamos que tres minutos después abriríamos la puerta de casa y la descubriríamos desvalijada. 

Si bien jamás me habían entrado a robar en casa hasta el pasado domingo, la estampa me resultó familiar (casi parecía la puesta en escena de una fiesta sorpresa nostálgica) por su parecido con mi habitación adolescente: bodegones delirantes de discos, servilletas y ropa interior. Avisté una notita en la mesa del comedor y corrí a leerla, en un acto reflejo donde reverberaba mi pasión juvenil por los relatos del dandy Lupin, ese que abandonó la casa del barón Schormann con las manos vacías, dejando su tarjeta ornada con esta fórmula: "Arsenio Lupin, el ladrón caballero, volverá cuando los  muebles de esta mansión sean auténticos". En este caso, la realidad suele estar mal escrita, era un folleto de masajes orientales. 

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Mis ladrones habían vaciado a manotazos armarios y estanterías. Imagino sus bufidos y tacos rebuscando joyas que si brillaban era por su ausencia. Recordé 'The Revenge of the Analog', un ensayo reciente donde David Sax vaticina el regreso del objeto cultural, mientras recogía del suelo algunos de mis libros favoritos, arrullándolos como si fueran pichones heridos, y también una caja musical recopilatoria con forma de sombrerero que los ladrones habían confundido con un joyero. Estos son mis únicos bienes de valor, pensé.Y menos mal que ya no lo tienen para casi nadie. Y por eso mismo quiero a la gente que habla de lo que valen las cosas y no de su precio. 

Aunque el historial de la Visa no puede emular los matices de un diario personal, podríamos deducir a partir del allanamiento de mi morada que poco importan ya la música (dejaron tanto los discos como el equipo para reproducirlos) o los libros.

Porque era muy consciente de qué me habían robado. En 2009, una autoedición de mi primera novela encargada por mi chica me fue sisada en un Pizza Hutt. Una tarde de 2014, durante la escritura de la tercera, salí a fumar y cuando volví a entrar en aquel bar de Aribau me habían arrebatado una bolsa que contenía la libreta con las notas de varios meses. Me pareció incluso lógico comprobar que esta vez me había desaparecido el ordenador y preferí que hubieran defecado en mi mesilla de noche antes de volver a tener mis ideas en manos (o papeleras) desconocidas. Con ellas me sucede como con mis cosas: quizás no sean valiosas, pero son las mías.

Si yo fuera de esos escritores que urden tramas inverosímiles a partir de giros metaliterarios, podría al menos bosquejar el argumento de un autor que triunfa sin saberlo en países remotos con novelas sospechosamente parecidas a las suyas o el de un escuadrón de ladrones letraheridos, los Sagarra Lladres, que intenta sabotear la gestación de novelas barcelonesas mediocres. No es el caso.

La Policía científica, algo que yo asociaba vagamente a una liga Marvel liderada por Sherlock Holmes y que resultó ser una chica (científica y asumo que policía) con una mochila, llegó 24 horas después. Preguntó: ¿Le han robado algo de valor? Contesté: Pues, la verdad, no lo sé.

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