La 'diplomacia' del gas sarín

Un ataque químico demostró en 2013 que Obama iba de farol en Siria; esta última masacre pretende probar hasta dónde está dispuesto a llegar Trump

Dos niños sirios, atendidos en el hospital, después del ataque químico, ayer.

Dos niños sirios, atendidos en el hospital, después del ataque químico, ayer.

ANTONIO BAQUERO

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La guerra de Siria se puede escenificar como un tablero de ajedrez donde se juegan varias partidas de forma simultánea y superpuesta y donde, en cada bando, unos jugadores influyen sobre otros. En el escalón más bajo, tenemos una partida local: el régimen de Bashar el Asad contra los rebeldes sirios.

En un estrato superior, una partida regionalel Irán chií (sustento del régimen de Asad) contra las potencias sunís (padrinas de los rebeldes). Teherán ha ganado y, a fuerza de bombear a Damasco miles de millones de dólares y de barriles de petróleo y de decenas de miles milicianos chiís (70.000 entre Siria e Irak), se ha garantizado que su aliado Asad se perpetúe en el poder. Pese a su inferioridad demográfica, pues solo supone el 10% de los musulmanes, el chiismo se ha impuesto al sunismo en Oriente Próximo.

Y, en la cúspide, una partida global donde se enfrentan una Rusia embarcada en una expansión agresiva contra un EEUU sin estrategia y reticente a involucrarse en el avispero sirio. El uso de las armas químicas, como las que este martes todo indica que masacraron a 70 civiles sirios en Idleb se enmarca ahí.

Para entenderlo, hay que remontarse al 2013. Ese año, un ataque químico ya sirvió para saber que Barack Obama iba de farol en Siria. Obama había dejado claro que el empleo de armas químicas sería una línea roja que, en caso de Asad la cruzara, obligaría a Washington a intervenir. Poco después, los aviones del régimen sirio masacraron a más de 1.400 personas gaseando con sarín a los habitantes de Guta, un bastión rebelde a las afueras de Damasco.

Asad había cruzado la línea roja. Pero Obama no solo no cumplió su amenaza si no que cayó de bruces en la trampa que le tendió Moscú, que medió para que Siria entregara su arsenal armas químicas. Una entrega que fue incompleta pues, a la vista está, Asad sigue conservando ese tipo de armamento. Después de aquello, Obama dejó de dar miedo a Putin. Y así vino la anexión rusa de Crimea, la guerra por delegación en el este de Ucrania y los bombardeos rusos en Siria.

Regresemos al 2017. En un momento en que en teoría hay un cese de hostilidades mientras se realizan conversaciones de paz y cuando el régimen sirio, sabedor de que gracias al apoyo ruso ya no va a perder la guerra, intenta blanquear su imagen, una masacre química como la de Idleb no puede ser más que contraproducente para Damasco.

Pero hay que entender que el régimen sirio ya no es soberano. Siria es hoy, en buena medida, un protectorado de Rusia e Irán.

¿Cuál sería pues el objetivo? De nuevo, si finalmente se confirma la autoría de Asad, el uso de armas químicas en Siria se habrá llevado a cabo para probar a EEUU, en este caso, a su nuevo presidente, Donald Trump. Un Trump que ha abandonado la lógica de contención de Obama y que ya ha mandado tropas sobre el terreno a Siria. Un Trump cuya estrategia pasa por aliarse con Rusia para destruir al Estado Islámico (EI) y que, con tal de “borrar” a los yihadistas, ya ha dado muestras incluso de que no tenía ningún interés en forzar la salida de Asad.

Una masacre química es tan grave que obliga a reaccionar pues la primera potencia mundial no puede, al menos sobre el papel, tolerar algo así. Se fuerza pues a Trump no solo a exhibir sus cartas sobre Siria sino a demostrar, en definitiva, de lo que es capaz en política exterior. ¿Hasta qué punto le importa al nuevo presidente el uso a gran escala por parte de Asad de armas químicas? ¿Hasta el punto de llevarle a intervenir contra el régimen y apostar por su caída? ¿Hasta el punto de arremeter contra Rusia por dar cobertura a Asad y romper así ese intento de deshielo con Moscú y su incipiente alianza contra el EI? ¿O bien tampoco haremos nada? En breve saldremos de dudas y, en Moscú y Teherán, tomarán buena nota.