Que sean ellos

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ENRIQUE DE HÉRIZ

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En cuanto el árbitro pitó el final del derbi mandé a mis hijos a la cama. Es una de las cláusulas del pacto educativo de la cotidianeidad: os lo dejo ver entero, pero en cuanto termine... dientes y a la cama. El mismo pacto incluye el permiso para celebrar con euforia relativa los éxitos propios, y la prohibición de insultar o menospreciar al rival.

Aún iban por el pasillo los críos cuando los llamé a gritos para que presenciaran algo insólito: el entrenador del Español felicitaba a dos jugadores rivales y hasta se abrazaba con ellos a la vista de las cámaras. En un contexto que obliga a los futbolistas a practicar el consabido intercambio de camisetas en la intimidad del túnel de vestuarios para que nadie los acuse de confraternizar con el enemigo, el gesto de Quique Sánchez Flores parecía una muestra de valentía moral.

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Mis hijos me han oído decir mil veces que lo mejor que uno puede hacer cuando se equivoca es pedir perdón. Por eso ayer, cuando Sánchez Flores tuvo que salir a disculparse, no supe qué decirles. Es demasiado fácil imaginar la centralita del RCDE colapsada por las protestas, la maldita incandescencia de las redes sociales, el troleo despiadado al que se habrá visto sometido el entrenador por un gesto tan espontáneo como el suyo. 

Aceptemos su paso atrás como un acto de sabiduría, una humillación —pequeña, porque pedir perdón no humilla— a la que se somete voluntariamente en aras de una paz mayor. No es justo pedirle a nadie que se inmole ante los suyos. El territorio moral admite este tipo de prevenciones: se puede ser cobarde y sabio a la vez. La disculpa fue digna, pero en su renuncia a decir exactamente por qué acto concreto pedía perdón era imposible no intuir, al fondo de la imagen, el pulgar iracundo de la masa tiránica, vuelto hacia abajo.

PANCARTA RACISTA

Me resisto a explicar a mis hijos que lo que les mostré como modélico ha dejado de serlo. Que la valoración moral de sus actos no depende de la honestidad con que los hayan llevado a cabo, sino de la medida en que puedan ofender a los fanáticos. Todos los fanáticos son del mismo equipo, lleven la bufanda que lleven. Los que exigen la dimisión de su entrenador por haber alabado la humildad del rival y los que entonan cánticos ofensivos en el campo, aunque afirmen odiarse, aunque se ataquen y a veces hasta se maten, son del mismo equipo.

Hacemos mal, por cierto en calificar sus actos como meramente "antideportivos". "Primer negocio chino que no acaba en final feliz", decía una pancarta en el Camp Nou. Ser ingeniosos no nos libra de ser racistas, de la misma manera que ser sabios no nos libra de ser cobardes. Si alguien ha de pedir perdón, que sean ellos.