ANÁLISIS
El fusible soy yo
Se acabaron los pararrayos, o como mínimo ya no son lo que eran. En la era que ha dejado atrás aquello de los "seis grados de separación", según lo cual podemos llegar a contactar por ejemplo con el Papa a través de máximo seis personas que nos enlacen, ahora que tienes a casi todo el mundo que quiere pintar algo a un clic de distancia, los líderes políticos están más expuestos que nunca, más visibles, con más opciones de ser "pop", pero por descontado también, mucho más expuestos al desgaste. Por eso duran menos. Porque los focos de las cámaras (las de las teles, las del móvil o las de Youtube) impulsan más aceleradamente que antes, pero también queman los liderazgos políticos a una velocidad nunca antes conocida. Luis XIV de Francia, el Rey Sol, dicen que dijo "El Estado soy yo". Ahora nuestros líderes pueden adaptar la máxima a un más prosaico "el fusible soy yo". Tienen sus clásicos portavoces y escuderos, pero cada vez más ponen su cara en primer plano. Y, claro, se la parten antes.
Una ciudadanía inquieta, impaciente, adicta al cambio, procrastinada y con mentalidad de consumidor/cliente, exige cada vez más acortar al máximo la distancia entre la expectativa generada por el líder y su acción política cuando llega al poder. Somos ese 'homo sentimentalis' que ha descrito Milan Kundera. Se nos llega más que nunca a la razón a través de la emoción. Los liderazgos políticos deben adaptarse a esta realidad, buscan inspirar e impactar cuando miran de despuntar. Pero de la generación de ilusión a la sensación de ilusionismo va solo un paso. Barack Obama, José Luis Rodríguez Zapatero, Cameron, François Hollande y tantos otros, llegaron generando grandes expectativas de cambio, pero su choque con la cruda realidad (ellos y sus circunstancias) se retransmitió al instante, en multimedia y en multiplataforma. Paradójicamente (o no), líderes más 'retro', menos mediáticos y aficionados a la interacción con los medios, duran algo más. Ahí están Angela Merkel y Mariano Rajoy.
HIPEREXPOSICIÓN
Vivimos lo que el sociólogo John B. Thompson ha descrito como la era de "la nueva visibilidad". Una hiperexposición a la mirada de los otros, que nos acerca pero que a la vez también nos relativiza. "Ya no hay líderes como los de antes", dicen. Pero, ¿qué sabíamos de los líderes de antes? Mucho menos, sin duda, de los mil y un detalles (muchos de ellos prescindibles) de los líderes de ahora.
De François Mitterrand supimos que tenía una hija fuera del matrimonio, de 18 años, cuando esta asistió al entierro del presidente francés. La opinión pública había tenido una imagen tirando a idílica de aquel líder político y de sus circunstancias personales. De Hollande supimos que hacía escapadas nocturnas en moto a visitar a su amante, la actriz Julie Gayet, cuando la separación de su segunda pareja estaba aún por confirmar. Aquello lo sentenció. 'All too human', como escribió George Stephanopoulos, uno de los grandes, asesores, 'spin doctors' de Bill Clinton. Todos demasiado humanos. Más explícitamente que nunca. Y la magia decae antes. Y con ella, la estrella del líder.
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