Un brindis de Pepsi por el pícaro Mendoza

Eduardo Mendoza

Eduardo Mendoza / periodico

MIQUI OTERO

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El día que por fin conocí a Eduardo Mendoza me propuse recordarle algo que había dicho en una entrevista de 1979: “Me pidieron datos de mi vida para la contracubierta de mi primer libro y solo se me ocurrió mi fecha de nacimiento”. Llegado el momento, reuní toda la flema británica que tenía a mano para saludarlo (esto es: casi le pido que me firme el moflete) y minutos después le pregunté por la anécdota. “No solo era verdad. Es que desde entonces no he hecho nada más”, me contestó. Y sonrió tras ese bigote color espuma que parece el resultado de un sorbo eufórico de cerveza.

Tiene doble mérito que le acaben de otorgar el Premio Cervantes por, siempre según su versión de los hechos, no haber hecho nada. Ahora, como dice su detective manicomial en 'El laberinto de las aceitunas', ha vuelto a pasar “de agudo observador a perplejo protagonista”. Y yo, como su personaje, pinzo un botellín de Pepsi por el gollete para proponer un brindis. Lo hago porque los premios, como los sueños y las infancias, solo nos importan cuando son nuestros (o cuando los gana uno de los nuestros). Porque si él inventó a un extraterrestre para sacarle los colores a Barcelona, yo puedo decir que 'Sin noticias de Gurb' era un OVNI en nuestros pupitres del instituto: nos arrancó carcajadas de dibujo animado japonés y nos empujó a escribir. También porque sé que Mendoza es la mejor prueba de que el humor es la única forma de inteligencia libre de presunción.

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Mendoza sabe beber de los clásicos. Pero de los suyos, también populares: Cucufato Pi, por ejemplo, con su castellano hiperculto y minado de catalanismos. No es extraño, porque el día que por fin conocí a Eduardo Mendoza confesó ante un teatro lleno hasta la bandera lo primero que escribió en su vida: “No solo lo recuerdo, sino que guardo el papel”. Dibujó un soldado enarbolando una trompeta y debajo la leyenda: ¡Al ataque!. “No me puedes negar que era una historia prometedora y enérgica”, dijo. Mendoza, con una cultura sólida y adornada con hoja de acanto, sabe también retar a los demasiado ceñudos, como ya hacía Jardiel Poncela cuando decía: “Prefiero una página de Julio Verne traducida por un analfabeto que la Ilíada entera recitada por Homero en persona”. Mendoza, en definitiva, ha leído mucho: “Pero no para ser escritor profesional, un término más relacionado con lo económico, sino para tomarme en serio la escritura”. Para tomarse en serio, también, la risa. Para hacerlo en un país y en un mundo literario donde, como cantó Nacho Vegas y como me explicaba el otro día Juan Pablo Villalobos, se ríe poco y mal.

Aquel día, el día que por fin conocí a Eduardo Mendoza, también le pregunté por la escena de 'El buscón' en la que un profesor, que quiere matar a los niños de hambre, les canta los mandamientos y aprovecha el 'No matarás' para añadir “No matarás gallinas, capones…”. Mendoza adora la figura del pícaro, porque usa la inteligencia para sobrevivir, mientras que el sinvergüenza pone en juego la pillería, lo que la inteligencia tiene de más periférico, para lucrarse. “Echo de menos a un pícaro que acabe con todos los sinvergüenzas de este país”, confesó. Mientras esperamos a que eso suceda (quizás cuando al fin llegue el milenarismo), celebremos que existe un alienígena de la narrativa llamado Mendoza que nos enseña a ser más sabios y menos graves y más divertidos. Más Mendoza.