Dos miradas

Movimiento 75

El ajedrez contiene una virtud exquisita: siempre piensas que hay una escapatoria

Magnus Carlsen, durante la final del Mundial de ajedrez

Magnus Carlsen, durante la final del Mundial de ajedrez / periodico

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Yo, que soy un lego en la materia, me quedo ensimismado ante las partidas del mundial. Me gusta jugar al ajedrez, pero soy incapaz de recordar más allá de tres jugadas seguidas, lo cual me inhabilita del todo para ser competitivo. Me gusta jugar porque es lección y distracción a la vez y porque el ajedrez contiene una virtud exquisita: siempre piensas que hay una escapatoria. Nunca, por muy exhausto que estés, por terminal que parezca tu situación, nunca parece que tengas que perder. Siempre existe la posibilidad de una salvación. Pero me equivoco: debe ser una consecuencia de mi torpeza o del hecho de que juego ante contrincantes de los que espero un error similar a los que yo he cometido antes.

Por eso me fascinan las partidas entre Magnus Carlsen Sergey Karjakin. Pongo el ejemplo de la décima, cuando el noruego ganó y empató la final con el ruso. Jugaba con blancas y movió el rey a una posición avanzada que hacía imposible la defensa de las negras. En consecuencia, las negras se rindieron.

Miro el diagrama y, pobre de mí, yo todavía habría continuado un rato. No he visto la magistral táctica de Carlsen hasta al cabo de unos minutos. Karjakin, claro, ya había percibido la punzada letal. En el descubrimiento del final irremisible es, de hecho, donde reposa la grandeza del juego. Es inútil esperar el milagro: todo estaba escrito en el movimiento 75 de Carlsen.

A partir de aquí, la aceptación melancólica de la derrota.

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